Porque contigo vibro: un acercamiento sensorial a la Semana Santa andaluza
Porque contigo vibro: un acercamiento sensorial a la Semana Santa andaluza

Rocío Santos Gil

22 marzo 2024

Porque contigo vibro, decía Rocío Jurado. Y lo digo yo con su permiso, porque  podría ser esa la respuesta simple pero rotunda a todas las preguntas con las que alguna vez nos martillearon la vida, intentando visibilizar la supuesta contradicción entre el amor por la Semana Santa y ser de izquierdas.

Una práctica, por otra parte, que poco tiene de original: buscar el punto irreconciliable entre dos lugares, en lugar de adivinar un posible acercamiento que pueda proporcionarnos el entender, aunque sea desde una distancia prudencial. Y en esa búsqueda de lo supuestamente irreconciliable, afianzar una imagen de intelectualismo inamovible que a muchas de nosotras no nos interesa porque venimos de una mezcla que nace desde otro sitio. 

Lo popular parece ir siempre por detrás. La intelectualidad, esa élite con suficiente capital acumulado como para no permitirse ni siquiera la duda, suele llegar tarde a las expresiones y prácticas que se vienen dando de forma orgánica y encarnada en los barrios en los que no viven y entre gente que no forma parte de su círculo de amistades.

Por supuesto, y afortunadamente, lo barrial no es un todo homogéneo. Si algo abunda en los arrabales es justamente la variedad, pero también una forma de entender y estar en el mundo que se materializan en prácticas y conocimientos que habitualmente suelen ser rechazados por ese intelectualismo. A no ser que, desde otras posiciones y espacios, el rédito de la apropiación de saberes, usos y costumbres de las clases trabajadoras y populares puedan capitalizarse de alguna forma, claro.

En lo popular también aparece lo que aparentemente puede ser inexplicable. La apropiación de ritos y expresiones culturales, al margen de las instituciones que las promueven, no tienen buena acogida en casi ningún lado. No entienden nuestro acercamiento a la Semana Santa desde la memoria, la historia, lo sensorial y la cultura popular. Las cofradías no nos entienden y muchas de nuestras amistades no religiosas, tampoco.

Joseph Campbell afirmaba que “en el espíritu festivo, la fiesta, el día sagrado del ceremonial religioso, requiere que la actitud normal hacia las preocupaciones del mundo se abandone momentáneamente a favor de una particular disposición de engalanarse. Los aguafiestas deben ser mantenidos aparte. De aquí las figuras guardianas que están a ambos lados de las entradas a los lugares sagrados: leones, toros, o terribles guardianes con espadas desenvainadas. Están allí para impedir la entrada a los aguafiestas, a los defensores de la lógica aristotélica, para quienes A nunca puede ser B”.  Nosotras somos esa B desde hace tiempo. 

Residir en la  B nos permite disfrutar de un bastardeo cultural y crítico sui generis que nos acerca a ver cómo en Málaga, por ejemplo, la Hermandad de la Paloma no pueda seguir repartiendo en cajas individuales a casi mil palomas que serán soltadas al paso del trono de la titular de la cofradía. La Ley de Bienestar Animal impide que se repartan las aves entre los devotos como quien reparte una estampita de San Judas Tadeo.  Decían en alguna emisora generalista que nos quitan las tradiciones y rebajaban el debate a un cuñadismo cofrade insufrible que permanece en la queja y la ranciedad porque no tiene más remedio que evolucionar. Como si no nos sonara esta copla.

Las que estamos en la B, que decía Campbell, no tenemos que rendir cuentas, disfrutamos de la belleza que también está en dejar atrás la cosificación (aunque se seguirán soltando casi cien aves variando el método) y recordamos que hay cofradías e imágenes que han quedado en el olvido porque quien dota del poder de lo iconográfico somos las que asistimos a las procesiones. Imagínate que se hace la Semana Santa y no va nadie. Pues eso.

A veces, las evidencias empujan a trompicones a poner la mirada en otro lado. Ahora que asistimos a los estertores de los centros de ciudades franquiciados, entregados al turismo, que nuestras ciudades son menos nuestras que nunca y que las calles, antes luminosas, se vuelven intransitables e impaseables por la colonización hotelera, llegan días que no te hablan de muerte sino de vida. Una Semana Santa como la andaluza que borra los límites de lo individual y lo colectivo porque no hay nada que impida estar en ella de una u otra forma. 

Es la Semana Santa un momento regalado donde lo inmaterial se vuelve carne: el tiempo pasa a ser nuestro de alguna forma. No se torna en desesperación aguardar horas en cualquier esquina a que pase un trono mientras nos mezclamos con cientos de personas más que, seguramente, vivan estos días de formas que jamás llegaremos a conocer pero que siempre es delicioso imaginar.  En qué piensan las que callan, por qué dicen lo que dicen,  cómo surge la emoción de algún recuerdo junto a la gente que tanto queríamos y que ya no está; cómo esperamos pacientes bajo el letrero de una  calle que dentro de seis días estará llena de mesas y sillas para guiris, atravesadas por las idas y venidas de camareros y camareras mal pagados. 

Pero en ese momento el espacio es nuestro y para nosotras. Podemos atravesar las multitudes o sentarnos en el escalón de un bloque de pisos turísticos mientras hablamos de, nunca mejor dicho, la vida, la muerte y lo de enmedio. Resistimos durante horas en callejuelas y plazas que podrían hablar de nuestra vida pero que ya no sentimos nuestras porque, de facto, no lo son.  Las observamos preciosas, oliendo a flores e incienso, y nos recuerdan la belleza que merecemos y que los centros nos deben pertenecer aunque no podamos vivir aquí. Isidoro Moreno afirma que durante Semana Santa “los ritmos no se detienen, sino que se aceleran.

Los sentidos no se apaciguan, sino que, todos ellos, se abren a todas las sensaciones de la primavera”. Vivir un Martes Santo en la Tribuna de los Pobres es como tener un festival de cuatro días en el pecho: cómo huele el aire cálido que anuncia primavera, cómo suena el roce de los cuerpos cuando el trono se vuelve a levantar, cómo sabe el limón que acabo de comprar en aquel puesto o las pipas que comparto con mi amiga, cómo toco la bola de cera que mi sobrina hace por primera vez, cómo cae la tarde y veo mil candelabros iluminar la cara sufriente de la Dolorosa que se acerca calle abajo.

Según me dijo en tono mesiánico un señor cercano a los postulados católicos, la apostasía es un pecado sin solución, sin vuelta atrás. No way, hermana. Yo, atea y apóstata desde hace 20 años y sin ningún tipo de posibilidad de pisar la alfombrilla de la recepción de San Pedro, adoro la Semana Santa desde lo profano, lo sensorial y la memoria. Lo que me empujó hace 20 años a abandonar formalmente la poderosa institución eclesiástica fueron aquellas declaraciones de la Conferencia Episcopal donde afirmaban que “la violencia doméstica y los abusos sexuales a niños son el fruto amargo de la revolución sexual”.  Que el infierno sea tan grande que no me los encuentre.

Hay una parte encarnada que tiene que ver con las experiencias, los recuerdos y las historias heredadas que no solo se han contado en lo íntimo.  Ver a una Zamarrilla procesionar es ver una expresión máxima de popularidad, de mito arraigado y leyenda que nadie leyó pero que todo el mundo conoce, de Marifé de Triana y de icono que es porque nosotras, la muchedumbre, queremos que lo sea. También es mi madrina, Ana Triviño, hablándome en calle Mármoles de lo que le gusta el color rojo con el que procesiona y que tanto caracteriza a la Virgen que recorre Málaga con un puñal clavado en la rosa que porta en el pecho.

Ver al Cautivo es revivir la devoción de mi abuela, Regina, y mirar hacia la casa de vecinas donde vivió en el Perchel, derribada hace unos años por el insaciable afán de destrucción del gobierno de Paco de la Torre en el Ayuntamiento de Málaga. Expiración es mi padre, Rosario, ateo, que siempre nos ha contado historias de niñez en el Guadalmedina y en los alrededores del Convento de Santo Domingo junto a su amigo del alma Rockberto, otro ateo convencido que ensayaba en calle Dos Aceras con su grupo Tabletom y que paraba la música cuando comenzaba la estación de penitencia de Servitas para verla pasar.  “Como la hierba santa de Bob Marley, yo alucino con Servitas», decía. También Semana Santa es el arroz con leche que mi madre hace y que ha veganizado perfectamente, haciendo delicias inclusivas, manteniendo el legado culinario que también es arte y trabajo invisibilizado, sin rastro de maltrato animal. Mi madre, Isabel,  es El Rocío y El Rocío es mi madre. 

La multiplicidad de maneras de vivir la Semana Santa es sincrética, misteriosa y bella. También debe ser crítica. No somos ni las únicas ni las primeras en celebrar la llegada de la primavera y el renacimiento; sí que lo hacemos de una forma que poco tiene que ver con las maneras de otros lugares. Desde la explosión de los sentidos y la celebración anual de lo barroco. Observar a un Cautivo salir de la histórica Trinidad,  humilde arrabal al otro lado del río, dispuesto a tomar la ciudad que olvida a sus calles y sus vecinas el resto de año, es un símbolo poderoso.

Como poderosa es la tela de piel de ángel que hace que se dé un diálogo comunitario donde se murmulle “parece que viene andando” y que incluso alguien se vuelva para buscar tu aprobación y te veas respondiendo“ es cierto, parece que viene andando”.  A veces creo que hay quienes no desean ser parte de esa muchedumbre efervescente que se emociona y grita “¡qué guapísimo eres, hijo!” porque el clasismo nos puede y hacer la caricatura rápida es lo más fácil. Pero yo veo una pulsión comunitaria que me emociona y que hace que agradezca estar ahí en ese preciso y precioso momento, rodeada del gentío, alegre de dejar de ser y producir para simplemente estar y disfrutar sin que nadie exija nada que no sea el disfrutar de una imagen, de una estampa, de un momento.

Reivindico la Semana Santa, desde la historicidad, desde lo emocional, desde la identidad, desde lo pagano, también desde la crítica y,  sobre todo, desde lo popular y el entendimiento que de ella podemos hacer en los márgenes.  Porque decirle a La Trini que es una rechulona no está mal ni es pecado, pero sí es de una necedad supina querer acaparar las formas en las que debemos sentir una de  las pocas cosas bellas que nos quedan en este mundo y que también nos vinculan a una tierra que muchas, a pesar de todo, seguimos queriendo

Pasará Dolores del Puente y yo lloraré pensando en Gaza. Porque, Semana Santa andaluza de mis entrañas, contigo vibro.

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