Juana tenía 62 años cuando vio de frente a la muerte en el pequeño pueblo de Trebujena, Cádiz. Había nacido en 1874 y nunca había dejado de padecer una miseria que se le agarraba a los talones. Era pobre, mucho, y vivía a las afueras del pueblo junto con Antonio, su marido. Tiraban pa´lante con los jornales que podían echar en las tierras que rodeaban al pueblo rapiñando lo que el campo daba y tenía suerte de encontrar.
En una de esas estaba un día cuando se cruzó con dos guardias civiles. La pobre Juana llevaba en la mano un conejo que había conseguido cazar y que aquella noche serviría de cena o vendería en el pueblo con atino. Uno de los guardias civiles le exigió la pieza, amenazando con denunciarla por robo, a lo que Juana le contestó que no se llevaría el conejo a no ser que lo pagara, con mucha dignidad y orgullo, y tras un intercambio de palabras, marchó con su conejo.
Días después se produjo la sublevación militar fascista y Cádiz cayó pronto sin que hubiese ningún tipo de resistencia. El guardia civil, que no había olvidado el incidente del conejo, acusó a Juana de comunista y pronto fueron a su casa para encerrarla en la prisión. Tres días de torturas tras los cuales la trasladaron al centro del pueblo, con la cabeza ya rapada y habiendo bebido aceite de ricino. La pasearon por aquellas calles.
Tras eso, dejaron a los presos marcharse a sus casas, aunque siendo citados aquella misma tarde en la plaza. Juana marchó a su pequeña choza, escondiéndose bajo las sábanas de su cama, sabiendo que aquellos podían ser sus últimos momentos de paz.
Un asesinato anunciado
Al ver que no llegaba al lugar indicado, los fascistas salieron a buscar a aquellos presos desaparecidos, llevándolos directamente al paredón. A casa de Juana llegaron a las diez y media de la noche. Antonio había llegado hacía poco, encontrándose con su esposa rapada, enferma y citada para ser fusilada. No podía permitir que otra vez se la llevaran, por lo que fue él quien les abrió la puerta a aquellos falangistas borrachos.
Les prohibió la entrada, algo que no los detuvo, y corrió a proteger a Juana. Varios tiros sonaron en la habitación del matrimonio, cayendo Antonio tendido muerto sobre el cuerpo de su mujer, a la que un disparo le había atravesado la mandíbula. «Donde muere mi mujer, muero yo», fueron las últimas palabras del hombre.
Creyendo muertos a ambos, los cargaron y los trasladaron al cementerio de Trebujena, donde una fosa común ya aguardaba con varios cuerpos inertes dentro. Allí dejaron al matrimonio y cuando los asesinos se marcharon, Juana escapó de aquel túmulo de carne y huesos, donde dejó el cuerpo sin vida de su querido esposo. Deambuló por los campos, con una herida abierta en el rostro, siendo atendida a escondidas por algunos vecinos que le ofrecieron comida y agua.
Fue así como la encontró Juan, su hijo mediano, que cargaba a hombros el cuerpo ya muerto de su hermano mayor. Juntos, caminaron hasta llegar a la casa de Antonio, el hijo menor, donde la mujer se refugió. Días después, Juana recibiría la terrible noticia del fusilamiento también de su hijo Juan.
Dos fusilamientos
Gracias a ciertas amistades de su hijo Antonio, Juana recibió un indulto. A pesar de eso, cuando a Trebujena llegó la noticia de que la mujer seguía con vida, fueron a buscarla, llevándosela de nuevo a la prisión del pueblo, haciendo caso omiso a su indulto. Ya estaba siendo encañonada, cuando en la sala irrumpió el comandante Arizón, deteniendo este segundo intento de asesinato y liberando a la mujer de nuevo.
Juana murió el 21 de diciembre de 1960 enferma de brancopulmonía, tras 24 años de pesadumbre, dos intentos de fusilamiento, el recuerdo de dos hijos y un marido muertos por la barbarie fascista y representando la resistencia y la vida que jamás consiguieron apagar.
Esta es una de las historias que aparecen en el fanzine de Mujeres Andaluzas que Hacen la Revolución, junto con la ilustración de Annie Knock. Que su recuerdo perdure para siempre.
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