Hacer memoria. Rescatar historias. Son dos cosas que definen a Virginia Bersabé (Córdoba, 1990). Desde la naturalidad y lo cotidiano, su trabajo y Perdidas en un Cortijo Andaluz pone en el centro la realidad de las mujeres andaluzas mayores.
Las manchas, las mollas y las arrugas rompen los estereotipos de belleza en las obras de Virginia Bersabé. Pero estos cánones no pasan desapercibidos y mucho menos se dejan a un lado, sino que a través de su trabajo se hace una crítica a una sociedad que infravalora la historia y la memoria que surge de las líneas que dibujan los cuerpos a la edad como si de raíces se tratara.
De raíces y enraizándose, la artista ecijana empieza sus estudios de Bellas Artes en Sevilla y en paralelo continúa con su investigación personal. “En el mundo de los pintores, una pinta lo que tiene a su alrededor y yo lo que tenía a mi alrededor es una familia muy matriarcal guiada por mi abuela materna”. Así, poco a poco, María del Valle, su abuela y su referente, fue posando para ella. “El motor de mi proyecto es ella alimentado, por supuesto por mi familia que somos un montón de mujeres. La figura de mi madre también ha sido una revolución en mi vida”.
Al principio, lo hacía vestida y conforme esos momentos se repetían, la magia de la intimidad, de la soltura, de la confianza y la comodidad hicieron que María del Valle se quedara totalmente desnuda para su nieta. “Es Maravilloso ese punto de intimidad que se genera al final de puertas para dentro de una casa. Mi abuela también a través de mi pintura, de mi trabajo se ha ido liberando de muchos tabúes. Cuando yo tenía 12 años, ella se partió la rótula y su pierna entera estaba escayolada. No se dejaba duchar. La duchaba mi madre y todo era taparse. Pasamos de ahí, a que cuando yo tengo unos 20 años, ella empieza a posar semidesnuda en faja, pero faja de de cuello arriba, y con los años se empieza a desnudar para mí”.
El desnudo como revolución
El desnudo va más allá de la parte física, palpable. El desnudo atraviesa la piel y llega hasta las entrañas de ambas. Por un lado, para María del Valle ha sido como “saltar la muralla china” y una revolución personal. La abuela ha ido adaptando su vida personal a los tiempos que han corrido acelerados, por lo que ella ha tenido que ir más rápido y agarrarse a que sus hijas tuvieran cuentas en los bancos, se casaran, se divorciaran, se rejuntaran, se volvieran a separar. O a que la madre de Virginia fuera la primera del pueblo en tener carnet de conducir, o a que su nieta saliera fuera a estudiar, a la universidad. Cosas a día de hoy tan normalizadas, que dependiendo de las generaciones hay mundos entre medias.
Este proyecto que empezó hace más de 10 años también ha sido una forma de fortalecer y de generar vínculos intergeneracionales. En cada sesión, mientras que detrás de la puerta de la habitación había risas, liberación y revolución, al otro lado había un hombre, el abuelo, con el run run de “qué están haciendo ahí dentro”. “Para mi abuela, ha sido de una manera imponerse a mi abuelo. Ella no ha tenido nada a su nombre, siempre ha sido la potestad del hombre por encima”. Y es que la abuela asegura que su marido “nunca jamás, nunca jamás” la ha visto desnuda.
Y se hizo la revolución. “Había una línea roja muy potente ahí que al final hemos saltado juntas. Ella ha sentido, yo creo, como mucha liberación, mucha libertad apoyándose en mí con la pintura”. No solo para la abuela, sino también para la nieta. “Quizás pues nos hemos utilizado mutuamente para crecer y liberarnos”, reconoce Virginia. Para Virginia la sabiduría intergeneracional le ha enseñado “tiempo y el amor por las cosas”, a parar, a escucharse y a aceptarse. “Al final yo las pinto a ellas, pero a través de ella me descubro a mí”.
Sus telas, su piel
La brocha de Virginia guarda el contorno y la idiosincracia de muchas mujeres que han ido creando un imaginario colectivo en la memoria. “Todas conocemos a nuestra abuela delante de la comodita de su habitación tan típica. Además que he visto la cómoda por todas las casas que he ido entrando y creo que tenemos esa imagen en nuestro subconsciente grabado. Hay mucha gente que me ha dicho que “me da un olor al patio de mi abuela”. Jamás me hubiera imaginado que me hablaran de la pintura a través del olor, a través de unas conexiones tan bonitas.
Cuando la artista llega a una casa lo primero que se encuentra por delante es café y dulces hasta que explota. Después de reventar, las mujeres ya se quedan tranquilas y le dejan trabajar, como cuando ya no puedes comer más y tu abuela te dice “¿te frío un huevo?”. Entre sorbo y sorbo, conoce a las mujeres y asegura que un factor común en ellas son“las ganas de contar”.
“Al final cuando fallece alguna, no sé dónde lo leí, pero decía: “cuando se muera una persona mayor es como quemar un libro”. Y yo lo siento un poco así. Al final estamos perdiendo. Hay un patrimonio humano muy importante, entonces yo las dejo hablar y sobre todo me hablan de infancia, como cuidaban a los chiquititos, por ejemplo, si la madre se iba al campo a trabajar, se la llevaba y lo mismo tenía 7, 8 años y la ponía al cuidado de un rebaño de niños que podían tener de mesesitos como tu Javi”. A lo que añade, “mi abuela me contaba que para poder ganarse el plato de comida, la mandaba la madre a una casa de señoritos y no alcanzaba para fregar los platos y le ponían un banquito para que se pusiera de pie a fregar o de cómo robaba comida para darle a los hermanos. También hablan mucho de guerra y hay otras que no quieren hablar de eso”.
Otra forma de enraizarse, de hacer memoria con sus historias es a través de las telas y es que reconoce que “siempre una no tiene ganas de enfrentarse a la piel porque complejo tanta historia”. Virginia ha conseguido trasladarnos con su pintura a la bata ancha, normalmente oscura y de florecitas pequeñas, porque casi siempre hay una o como mucho dos, de nuestras ancestras. A el visón de sus grandes sujetadores y fajas “de cuello vuelto”.
“Es muy particular como muchas de ellas, no cambian de tela. No cambian de color o no cambian de vestido, de ir a repetir sesiones con la misma señora años después y esa señora, usa el mismo vestido y se lo pone al día lo lava y se pone el mismo. Al final ese vestido forma parte de su piel. También las colchas de la cama que muchas veces están hechas de crochet por ellas mismas o bordadas por ellas, creo que ahí al final también queda un testigo y parte de la vida de todas ellas”, añade la artista.
Perdidas en un cortijo andaluz
Su abuela María del Valle ha sido, y es, su referente en la vida. Antes de que falleciera, ya aprendió a rajatabla la importancia crear memoria. “Yo he sentido que tenía que rescatar todo lo que la ha conformado ella y me conformo a mí. A veces, no hace falta que la gente reconozca si es Antonia o Manuela, sino que a través de esas historias que yo voy conociendo de manera individual estoy hablando de toda esa memoria. Esa historia que considero que debemos de rescatar todas como andaluzas y andaluces”.
Francisca Torres, la Curra, forma parte de esa memoria individual y a la vez colectiva. Es uno de los más de 30 retratos que Virginia ha pintado en las paredes de cortijos andaluces, entre la provincia de Sevilla, hasta Écija y otros municipios cordobeses. Todas las mujeres tienen nombre y apellido, algunas tienen vínculo con el cortijo, y otras no, pero todas están atravesadas por la vida en el campo, con la tierra.
Este proyecto no es casualidad, sino que es la causalidad del desarrollo personal y profesional de Virginia. De pintar grafitis a plasmar a lo grande la historia siempreviva de las mujeres andaluzas irrumpiendo en el horizonte. “Yo siendo mujer, trabajando con mujeres, creo que todavía tenemos más cosas que rescatar, que defender y que visibilizar. Siempre intentando respetar también los tiempos de cultivo, de siembra, la recogida, la lluvia y los calores fuertes de por aquí. Poco a poco me doy cuenta de que al final estoy hablando de lo mismo de estas mujeres, de como esa memoria también reside en esos edificios, que fueron parte clave y fundamental del trabajo rural, del trabajo de campo, y sobre todo fundamentado por la mujer, porque bien trabajaban en el campo y luego seguían trabajando en el cortijo”.
Hasta hace un año Virginia cargaba con todos los gastos y todo el trabajo, ahora una parte es financiada por el Ministerio de Cultura y eso también forma parte del reconocimiento a su trabajo, pero su máxima gratificación, y a la memoria.
Una generación por el feminismo andaluz
Rescatar la memoria de nuestras ancestras y su historia se ha convertido en una labor importante y sobre todo necesaria. Una de las preguntas que nos hacemos es “qué ocurriría de puertas para dentro en esos patios interiores en esos cortijos”. Y sin dudarlo, Virginia contesta: “Creo que hay muchos factores que tienen que ver. Imagino, el hecho de que estamos ahí un poco en esa generación que tenemos abuelos que han sido trabajadores del campo como nuestros padres, que ya han sufrido ese cambio”.
Antes de la pandemia, Virginia vivía entre Francia y Écija. Hoy por hoy, su “cueva” está en su pueblo. “Necesito volver a mi tranquilidad, a casa. Creo que es importante que uno siempre recuerde de dónde viene y a mí ahora mismo me hace bien”.
Entre tanto, recuerda otro de los factores que nos han hecho repensarnos como generación en la necesidad de un feminismo andaluz. “Nosotras nos hemos ido a la ciudad a estudiar, pero hemos vuelto de nuevo al pueblo. Nos animaban a irnos a la gran ciudad: “Madrid tienes que ir a Madrid”, peronos hemos dado cuenta de que Madrid no era la solución, que la solución somos nosotras. Nosotras con lo que nos precede, sobre todo en Andalucía con una sociedad y una cultura muy invisible. Lo que nos han propuesto como futuro no es válido. Y lo que mis abuelos y mis padres han hecho, mi posición aquí, estamos dándole valor a todo eso. Creo que tenemos ahí una tarea importante nosotras por hacer”.
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