Si tú no crees, yo sí creo. Así zanja mi hermana Soraya mis burlas cuando manda a mi madre a que busque a la señora que reza contra el mal de ojo, convencida de que cualquier cosa mala o cualquier enfermedad que le pase es producto de esta maldición que hay que sacudirse cuanto antes. Yo no creo en eso y, confieso, he sido bastante irrespetuosa a lo largo de mi vida con las que sí creen. Desde aquí proclamo mis disculpas.
Siempre hay un buen pretexto para hablar de Bourdieu. Así que, perdonadme la pedantería, pero es que Bourdieu lo explica todo. O al menos me explica a mí a la perfección. Dice Bourdieu, chispa más o menos, que las dominadas acabamos participando de la violencia simbólica que se ejerce contra nosotras al dar por válidos (y aspirar a manejar) los códigos de los dominantes.
¿Y esto que tiene que ver con mi hermana? Pues que en la dicotomía entre la magia y lo racional, yo siempre, erróneamente, me he situado en lo racional. Pero, y de verdad ya paro con la pedantería, como dice Edgar Morin en su Pensar Europa:
“Es en el intercambio en las fronteras, donde lo irracional y lo irracionalizable (microfísica, cosmofísica) son indistintos, donde progresa el conocimiento científico contemporáneo. Es otro tipo de intercambio el que debemos llevar a cabo dentro de nosotros mismos, con la parte mitológica que llevamos dentro. El tejido mitológico forma parte de nuestros seres corporales. La racionalidad no es imaginarse que se puede vivir razonablemente, sino saber que el sentido de nuestra vida escapa a la racionalidad y que una parte de nuestra vida le es extraña. No podemos vivir sin afectividad, sin valores ni mitos. La racionalidad no nos pide de ninguna forma exorcizar la parte afectiva, mitológica, religiosa de nosotras mismas, nos pide comprenderla y dialogar con ella”.
Ahí queda eso, amigas: “El tejido mitológico forma parte de nuestros seres corporales”. Sin embargo, antes que Morin, eso lo han vivenciado y puesto en valor todas las mujeres de mi entorno. Las curanderas que lo mismo te quitan una verruga que te rezan para quitarte el mal de ojo y te dicen, preocupadas: “ay, cómo estaba, to’ embreaíto”. Mi madre que guarda la memoria de la Niña Santa de Pedro Abad y nos la transmite oralmente. Las mujeres que nada más nacer sus criaturas le ponen un brazalete con una manita de azabache, precisamente, para evitarles el mal de ojo que gusta de cebarse con las pobres criaturitas inocentes (memoria quizás de esos tiempos en los que la mortalidad infantil era el pan nuestro de cada día). Y, por supuesto, mi hermana Soraya que, a miles de kilómetros de su casa, siempre ha protegido como un tesoro este patrimonio que es de todas y que el “progreso” nos ha ido robando poco a poco.
La magia nos conecta con lo que somos y con lo que fuimos. Nos dota de esa afectividad y de esos mitos que necesitamos para seguir adelante. Y aunque yo siga sin creer en lo de los rezos, ahora, al fin, entiendo toda la fuerza y la identidad que reside en creer en ellos. Si tú no crees, revisate la mirada.
Sevilla, ciudad sin fuentes
Sevilla, la ciudad en la que lo primero que te preguntan es a qué colegio has ido, la ciudad de la feria privada, la de los “capillitas”, y la de otras mil rarezas, de entre todas sus particularidades, destaca, sin duda, por su casi total ausencia de fuentes.
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