Suha Alnajjar es refugiada palestina. Vive en Sevilla con sus tres hijos. El resto de su familia sobrevive en Gaza. No poder hablar con ellos la sume en un agujero profundo, pero sabe que tiene que seguir adelante. Esta es su historia.
Suha es luz. Es fuerza, determinación, inteligencia, sagacidad. Es resistencia y resiliencia. Suha es todo eso y mucho más. Pero en su vida diaria poca gente lo ve. Lo que ven es un velo. Como si no pensara, como si no sintiera, como si fuera incapaz de decidir nada por sí misma.
Hemos quedado en una cafetería que nos gusta mucho porque tiene unos pasteles deliciosos y, además, es refugio seguro porque a veces trabaja allí una camarera que lleva velo. Las dos disfrutamos mucho de un buen dulce. Bueno, Suha, ya no. Desde el 7 de octubre, apenas come nada. Ahora solo se pide un té y, muchas veces, ni siquiera es capaz de terminarlo. Tampoco duerme.
Hablar de Palestina como deber
Suha es palestina. Toda su familia, excepto sus tres hijos, están en Palestina. «De qué me vas a preguntar», me dice, y le respondo que me gustaría muchísimo entrevistarla para otras cosas, pero que, desafortunadamente, tendremos que volver a hablar de Palestina.
Ojalá algún día podáis leer la entrevista que le quería hacer a Suha antes del genocidio en directo que estamos viviendo. Pero, mientras Occidente siga de brazos cruzados, mientras Israel arrase Palestina, no nos queda otra que hablar de Palestina.
Mientras Occidente siga de brazos cruzados, mientras Israel arrase Palestina, no nos queda otra que hablar de Palestina.
Suha lo sabe. Atiende a los medios con frecuencia, aunque esté rota. Aguanta estoicamente narrar una y otra vez lo inenarrable. Sabe que es su «deber», que es lo único que puede hacer por su pueblo. Y lo hace. Sin una queja. Sin un lamento. Y comunica muy bien. Sin embargo, hoy aprovecha que está en territorio amigo para decir algo que normalmente no puede, pero que necesita sacar de dentro.
“Muchas veces siento que quiero que alguien escriba sobre las dificultades que tiene una mujer con pañuelo aquí”, me dice. “Cuando saben que sabes inglés o tienes un grado y, sobre todo, que has estudiado aquí, te valoran de otra manera y empiezan a tratarte de otra manera”, asegura. “En Palestina, yo era distinta y aquí soy distinta”, se queja.
Suha Alnajjar es ingeniera; en Gaza, conducía su propio coche y trabajaba en un ámbito muy masculinizado: “era distinta y muy abierta y moderna y aquí soy una mujer con hijos y nada más, y yo digo: yo soy la misma persona, no he cambiado”. Cuando llegó a España, todo el mundo le decía que se tenía que quitar el pañuelo porque le iba a quitar muchas oportunidades: “no te puedes imaginar la presión que recibí”, nos narra.
Su historia es la de Palestina
Su historia personal y familiar es la historia de Palestina. Su padre, Saïd, nació en 1946 en Asdod, actualmente uno de los puertos comerciales más importantes de la potencia ocupantel. Dos años después, en 1948, se creó el Estado de Israel y empezó para los palestinos la nakba (la “catástrofe”). La gente que vivía en los 430 pueblos y ciudades de la costa de la histórica Palestina se vieron forzados a abandonar sus casas. Israel practicó matanzas en diferentes lugares para amenazar a toda la población palestina. La población del norte de Palestina fue empujada hacia el Líbano y Siria. La del centro, a Cisjordania y Jordania. Y las del Sur a la franja de Gaza y unas pocas familias a Egipto. El 77% del territorio que había tenido Palestina bajo el Mandato Británico, incluida la mayor parte de Jerusalén, quedó en manos de Israel. Más de la mitad de la población árabe palestina fue expulsada.
“En los checkpoints, te tienen horas sin nada, sin saber ni qué hora es”
Según le contó su abuela materna, todos corrían huyendo y caminaron hasta Gaza donde Naciones Unidas (ONU) ya tenía preparadas las tiendas. “Todo estaba preparado: la comida, los medicamentos, las tiendas; para establecer allí a la gente y vaciar la tierra para Israel”, rememora. Su padre vivió un año en una tienda hasta que la ONU empezó a construir casas con tejados con amianto. Hasta los 18 años, vivió en Rafah, y después fue a Egipto a estudiar medicina con una beca del gobierno egipcio.
Palestina, “no país”
En 1967, como consecuencia de la Guerra de los Seis Días, en la “naksa” (“revés”), medio millón de palestinos tuvo que huir de nuevo. Hasta los ochenta, relata Suha, toda la gente que vivía en Gaza eran mayores o niños. “Todo el mundo cuando cumplía 16 años salía de la franja o para estudiar o para trabajar porque a los que quedaban los metían en la cárcel. A todos. Les buscaban un motivo para meterlos en la cárcel porque no querían a esta generación. Planificaban terminar con la población”, nos cuenta. Al salir, perdían la nacionalidad y no podían volver. Los palestinos no tuvieron pasaporte palestino hasta los Acuerdos de Oslo (1993). Lo que tenían era un documento de viaje en el que en el apartado de país ponía “no país”.
Saïd, el padre de Suha, trabajó dos años en Egipto. Se casó con la madre de Suha. Y se trasladaron a Libia. Allí, en 1977, en la ciudad de Derna, nació ella. Aunque en la cabeza de Saïd siempre estuvo el “quiero ser médico en mi país, en Gaza”. En 1981 consiguió un permiso para visitar a su familia y se quedó sin papeles en su propio país. Con mucho esfuerzo, logró establecerse legalmente, estudiar la especialidad de dermatología en Austria y volver para trabajar como médico en el tristemente célebre hospital Al-Shifa.
El horror cotidiano de los checkpoints
Suha creció en la ciudad de Gaza y estudió en la Universidad de Birzeit, en Ramala (Cisjordania). Para poder estudiar, tenía que conseguir un permiso israelí y pasar por el horror de los checkpoints. “Hay muchas historias de abuso para que te dejen pasar”, recuerda. “Si el soldado no tiene ganas, si está mal ese día, te deja horas”, añade. “Cuando entraba, me quitaban primero el móvil y me quitaban el bolso, y te tienen horas sin nada, sin saber qué hora es, si tienes reloj, te lo quitan, como presión psicológica también”, rememora. “No lo olvido”, sentencia.
“En el checkpoint de Erez una cosa del horror que pasas es que tienes que estar de pie en un cuadrado de rejilla y abajo vacío porque si eres sospechoso, eso abre y te caes”
Suha Tawit Arafat era la mujer de Arafat. El hecho de llevar este nombre ya suponía en sí un peligro para Suja Alnajjar: “por el nombre yo siempre sufría en los checkpoints para ir a la universidad; siempre se reían de mí por el nombre, y tú no puedes decir nada, aunque te duele mucho, tienes que estar con la sonrisa porque si no te van a castigar porque tú estás bajo su control; si está enfadado contigo, te meten en la cárcel, sin nada, sin ninguna culpa ni nada. Siempre toman mi mi tarjeta de identificación, y yo sabía que “ahora empezamos con el Suha”, “Suha, jajajaja”, y llaman al resto: “mira, se llama Suha, ven, ven” y se ríen.
El checkpoint de Erez “es como el aeropuerto, muy grande, muy controlado y horrible; por ejemplo, una cosa del horror que pasas es que para para el check tienes que estar de pie en un cuadrado de rejilla y abajo vacío porque si eres sospechoso, eso abre y te caes”. Suha describe la situación como de “muchísimo miedo”. En los cinco años de universidad visitó a su familia unas siete u ocho veces. Además, ser mujer te pone en una situación de peligro extra, “te piden a veces quitarte la ropa”. “Sobre todo con mujeres con el pañuelo, todas tenemos que entrar en una habitación de cristal y te inspecciona una soldada. Tienes que quitárselo todo en frente de ellos y ponerlo”, nos cuenta.
Cuando Israel te roba hasta tu fiesta de graduación
Por quitarle Israel le ha quitado a Suha hasta la oportunidad de asistir a su fiesta de graduación: “estaba televisado y, de eso me acuerdo, cuando en la tele me llaman Suha Alnajjar, Suha Alnajjar, y nadie; luego mi compañero dice “está en Gaza”. Quería este momento que no vuelve ya”.
De ese ambiente de guerra, lo que peor llevaba era pasar las vacaciones y las fiestas sin su familia. Suha compartía piso con compañeras de Cisjordania que sí podían ir a sus casas y ella se quedaba sola: “es de los tiempos más duros de mi vida”. “Me acuerdo siempre de una vez que me levanté por la mañana, salí a la calle a buscar una cabina para llamar a mi familia, y digo aló y ya está, digo aló y empiezo a llorar durante media hora. Mi madre y mi padre me decían: “pero para de llorar, ¿para eso nos llamas?, ¿para llorar?, yo quiero hablar contigo, yo quiero escucharte, yo quiero contarte algo, pero habla, di una palabra”, y yo paso la llamada llorando”. “La siguiente estarás con nosotros”, le consolaba su padre. Y así siguen: separados por la guerra.
“Ahora yo no lloro. Yo no tengo lágrimas, ninguna, de verdad. No lloro nada”
Después de la universidad, trabajó en una consultora de diseño de edificios, se casó y tuvo hijos, pero impulsada por su madre, Kamla, “que odia que la mujer se quede en casa”, retomó su actividad profesional. “Si te quedas en casa por los niños, no vas a trabajar nunca”, le decía. Le hizo caso y volvió a trabajar y lo hizo en varias organizaciones internacionales como Acción contra el hambre o Agencia de Naciones Unidas para la población refugiada de Palestina (UNRWA, según sus siglas en inglés).
Salir de Gaza para (sobre)vivir
En 2014, embarazada de su tercer hijo, y otra vez en la vorágine de la guerra, decidió salir de Gaza y empezó a buscar la forma. Consiguió una visa para Canadá y otra para Estados Unidos, pero en ninguno de los dos países consiguió visa para su marido. Así que sin hablar ni una sola palabra de español, en 2019, se plantó en Madrid con toda su familia con una visa turística y pidieron asilo en el aeropuerto. Después de tres semanas en Madrid, recaló en Huelva: “en Huelva, la gente es muy amable, ayudan mucho; pero la barrera del idioma, de la cultura, de empezar de cero, cero o menos, fue muy difícil”.
Ella y su marido se apuntaron a una academia para aprender el idioma. Sus tres hijos empezaron en la escuela directamente sin hablar ni una sola palabra. “Los pobres, me acuerdo que volvían de un día entero, 6 horas, que todo el mundo alrededor hablando y no saben de qué están hablando; lo han pasado muy muy mal”, rememora. En 2021, en plena pandemia, y todavía con la barrera del idioma, se mudaron a Sevilla y Suha volvió a la Universidad para hacer un máster.
Cuando no quedan lágrimas
Aquí, en Sevilla, cuatro meses después de este genocidio que no cesa, hablamos de cómo vemos la situación en Gaza. No es optimista. “Yo no tengo ninguna esperanza”, me dice, y añade, espero que el alto el fuego sea pronto, pero me preocupa el después”. Por ejemplo, la casa de sus padres está destruida totalmente, según ha podido saber por los periodistas, y sus padres aún no lo saben; a Suha le preocupa cómo pueden reaccionar cuando se enteren, sobre todo su padre, que está muy enfermo.
La casa de la familia de Suha. Ya no existe.
Una de las cosas que más echa de menos Suha es hacer una videollamada con su familia. Con el estado en el que Israel tiene las comunicaciones en Gaza, es absolutamente imposible. Cuando era estudiante, llamar a su familia y llorar le aliviaba la pena; ahora ya no le queda ni siquiera ese consuelo: “Ahora yo no lloro. Yo no tengo lágrimas, ninguna, de verdad. No lloro nada. No se lo he contado a mi hermana, pero desde hace un mes o más no lloro si veo cualquier cosa horrible. Antes lloraba al escuchar la voz de mi madre, pero ahora no. Y, por casualidad, el otro día, estaba hablando con mi hermana y me dijo: “Suha, ¿sabes que yo no lloro?” Y me dijo igual, una frase igual: “yo sé cosas, me entero de cosas horribles y no lloro; y cuando supe que en mi casa entró una bomba de los tanques en el salón y destruyó toda la casa, no he llorado, es muy raro, no he llorado, no tengo lágrimas”. Pero no quería decirle que yo tampoco tengo lágrimas”. Suha quiere llorar, pero no puede, lo tiene atravesado en el pecho.
Suha está intentando por todos los medios traer a su familia. Ojalá lo consiga.
Cuando cortan internet y no consigue contactar con su familia se siente “como si físicamente estoy en un túnel oscuro, negro que no veo nada, y estoy intentando ver el círculo de la luz, buscando, buscando, y me siento que no me quiero hundir y no me quiero perder, e intento recoger toda la fuerza porque tengo que seguir porque ellos me necesitan y mis hijos me necesitan”. Ella está intentando por todos los medios traer a su familia. Ojalá lo consiga.
Israel controla casi todo
“Esta guerra nos enseñó y demostró a todo el mundo que Israel controla a todo el mundo y ninguno es valiente para decir ni siquiera su opinión”, reflexiona sobre el silencio de la comunidad internacional. “No hablan de los 30.000 gazatíes entre asesinados y desaparecidos, ni de los niños, ni del hambre, ni de impedir que entre la ayuda humanitaria”, añade. En medio de ese silencio atronador, la iniciativa de Sudáfrica de llevar a Israel ante la Corte Penal Internacional es un pequeño bálsamo, incluso si el dictamen la ha decepcionado: “Había una relación entre Mandela y Yaser Arafat y decimos que el alma de Yaser Arafat, aunque está muerto, nos sigue apoyando”.
“Significa mucho para ellos que se sepa la verdad, que Israel no es capaz de engañar a todo el mundo”
Todos los días los gazatíes buscan en Internet la palabra tregua “para sobrevivir” y se consuelan con el apoyo de la sociedad civil que en todo el mundo sale a la calle para mostrar su solidaridad, “significa mucho para ellos que se sepa la verdad, que Israel no es capaz de engañar a todo el mundo”. Y, por eso, seguimos y seguiremos contando historias como la de Suha.
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