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*Collage de portada: Araceli Pulpillo.
Virginia Piña Cruz./ Mujeres Andaluzas que hacen la revolución
Nunca he sido una buena cocinera. Soy de esas personas que han alargado el saber cocinar todo lo que ha podido: compro todo lo necesario, pero la olla lahté de mi madre me sigue dando miedo. Friego hasta el último cacharro, pero las medidas de las especias me lían. Aún así, he tenido que enfrentarme a ello y ahora, no solo no se me da mal, sino que me atrevo a teorizar mientras preparo unas albóndigas en salsa, con la misma receta que mi bisabuela utilizaba.
El grupo de Whatsapp que comparto con mi hermana (emigrada a Madrid) y mi madre, se ha convertido en un medio directo para preguntas de recetas: “Ma, ¿cuántos tomates le echo a la carne en salsa?” “Ma, ¿Cuál es la receta de las habichuelas?” Y mi madre nos inunda el teléfono de audios explicándonos, paso a paso, los alimentos y su elaboración. Y mi madre, sin quererlo, nos sigue transmitiendo un legado no escrito de las mujeres de mi familia: Nuestras recetas.
Las recetas de mi madre no están escritas en ningún libro de gastronomía, pero me unen, a través de ese lazo invisible que es el conocimiento, con las experiencias que mi bisabuela vivía: con un poco de harina frita y agua, mezclado con especias comunes, puedes tener una deliciosa salsa con la que mi bisabuela alimentaba a sus cinco hijos.
Mi abuela cambió algunas cosas de esa receta, adaptándola a su contexto social. Y mi madre ha seguido alimentándonos con ella, junto con albóndigas, ahora que podemos acceder a la carne. También me dicen cuándo mi familia tuvo un acceso a otros productos más lejanos, como el producto de mar, a través de una receta creada por mi abuela muy particular de un “fideua” adaptado a lo que llegaba a Jaén y ella tenía acceso. Unos platos que me acercan a esa fuente de conocimiento oral que es el mundo de las recetas de nuestras casas.
Sabiduría alimentaria
En las recetas que mi madre me traspasa, oralmente todavía, como antes hizo mi abuela con ella y con esta, mi bisabuela, nos inunda de un conocimiento que no está escrito, que no es científico, ni siquiera se considera fiable ni riguroso, pero ha sido a través de esta oralidad, que las mujeres y hombres de mi familia han comido: a veces con mejores productos, otros con más variedad, pero todos adaptados a nuestro contexto, con alimentos cercanos y saludables.
En las recetas de mi casa no se usa el aguacate ni mucho pescado, pero nunca falla el aceite de oliva, los productos de huerta o los revueltos con alimentos de fácil acceso en las olivas o el monte. Tampoco abundan productos como el shushi o algas marinas, pero nada supera a unas migas de pan duro con su sofrito, acompañadas de ese plato de aceitunillas bien aliñás.
Y es que, las recetas de mi casa consumen local, que era lo que había por entonces. Aquellos productos que podías pedirle a la vecina, que se traspasaban de casa en casa, porque facilitaban mucho las cosas. Como esas croquetas del puchero que sobró ayer, y que todas las abuelas de Andalucía saben hacer mejor que nadie.
La cocina de la tele
Es curioso, cómo un espacio tan feminizado y propio del espacio privado, como son las cocinas de nuestros hogares, se masculinizan tanto cuando se extrapolan al espacio público y se capitalizan. Es decir, cuando se extrae de ese conocimiento, una rentabilidad. Entonces, nos inundan con estrellas Michelin y reconocimientos millonarios a señoros que creen que el saber cocinar lo inventaron ellos. Como si no hubiesen extraído el conocimiento traspasado de generación en generación de mujeres sin nombre, con pocos alimentos y mucha imaginación. Las cocinas y sus recetas son los últimos reductos de nuestras brujas, del conocimiento oral de nuestras ancestras.
Las recetas de nuestras casas, se han traspasado de mujer a mujer, de generación a generación, y han permanecido ahí, silenciadas, hablándonos de vidas cercanas y de antepasadas. Además, os aseguro que pocas recetas como las nuestras, son más fáciles de hacer y más sanas, porque los alimentos están ahí, los produce el vecino en su huerta o la vecina, que ayer salió al monte a por espárragos o alcaparrones.
Todas sabemos que, como los productos que consigue nuestra madre o abuela en el mercado de abastos, poquitos con más lustre.También escuchemos eso, que ellas nos han sostenido cuando la cocina era territorio obligado y su elaboración no tenía nada de ciencia ni de sabiduría. Pero ahora, ya sabemos que todo es político y que cuando son ellos los que lo hacen, la cocina es un arte científico, capitalizado y condecorado que hace millonarios a quienes tienen un sentido especial del gusto.
Sus recetas, nuestro feminismo andaluz
Ahora estoy escribiendo las recetas de las mujeres de mi familia. Empecé a anotarlas para no olvidarlas, y ahora lo hago como quien deja un legado. Mi generación es la primera de mi familia que ha podido hacerlo. Pero tranquilas, cuando me las sepa todas como lo hace mi madre, de memoria y en cualquier momento, quemaré la libreta para conservar ese legado como lo han hecho ellas: desde la oralidad y la cercanía. Eso sí, mi puerta siempre abierta y al puchero siempre un puñaito de más, por quien pueda venir.
Gracias a tantas por enseñarme que la cocina es también un territorio en disputa.
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