Texto escrito por Soledad Castillero
Tenemos conciencia de pocos universales culturales en las sociedades. Alimentarse es, sin duda, uno de ellos. No obstante, que sea universal y esencial para el sostén de la vida, no quiere decir que sea un hecho homogéneo ni que exista un patrón compartido.
Alimentarse es una de las prácticas identificadas como más plural y diversa tanto en su contenido como en su forma. Y por qué no, en su clase. No comen igual las ricas que las pobres, o mejor dicho, las enriquecidas que las empobrecidas. Y hasta para esto tenemos lo que se conoce como “recetas del hambre” o de la jambre, más concretamente. Donde el aceite y la sal han sido baluarte de conservación de productos y, por tanto, de relaciones sociales en torno a ellos. Porque donde no hay, se inventa. Se inventa pensando y pensando, se crean desde recetas hasta conciencias. La obra de Hafsa Arrabal es un ejemplo de esto.
La etimología de la palabra receta proviene del latín recepta, que significa “cosas tomadas”. Su plural neutro, recipere, vendría a significar “tomar, coger”. Y consultando los significados que le aplican desde la RAE, encontramos una que nos será clave: “Fórmula de composición de un producto que incluye los ingredientes que intervienen en él y sus cantidades, el modo de elaborarlo y, en ocasiones, su forma de aplicarse, administrarse o servirse”. No podemos obviar otra de las interpretaciones que se le dan al término que describe una receta: “Modo o método que se propone o se sigue para conseguir una cosa”. Aceite y sal, por tanto, no puede ser sino una receta e iremos viendo el por qué a partir de sus ingredientes, que por cierto, es un término que tiene su raíz en ingressus sum, “ir adentro, entrar”, ¿vienes?
Ser mujer, andaluza y de pueblo
Hay libros que una lee y hay libros que la leen a una. Y esto es muy fácil de reconocer, si ocurre que cada determinado tiempo durante la lectura, revives un episodio que pese a ser propio, se asemeja mucho a aquello que se narra. Si eres mujer, andaluza, de pueblo, de una quinta en la que las familias están vertebradas por escondites y silencios como refugio, prepárate para ser claramente leída. No obstante, estamos ante una obra geopolíticamente feminista, pues cuenta historias situadas donde son explícitos los desequilibrios que aparecen transversales a situaciones cotidianas. Y a este análisis se llega a partir de palabras (o ingredientes) como cogote, lache, quicio, mozuelo, ajolá, acuío, sacáis, arriate. Y ahí reside la magia.
La obra se divide en tres partes, o tres libros, como indica la autora: El olivar, La almazara y La arcuza. Reconozco que he googleado arcuza porque no sabía bien qué era, aunque por el dibujo del libro lo intuía. Como era de esperar, no aparecía nada hasta que cambié la ‘r’ por la ‘l’, alcuza. Y ahí se confirmaron mis sospechas. Una arcuza es una aceitera. Pero para saberlo he tenido que buscar dos veces. Solo porque estaba escrita en andalú. Nada extraño, por otro lado, si tenemos en cuenta que en Andalucía todo lo que se hace o se dice tiene que justificarse, mínimo, dos veces. Una tremenda contradicción por otro lado, ya que llevan décadas suplantando identidades para recrear el imaginario de lo que se entiende como andaluz y, sin embargo, cuando hacemos explícita una práctica tan básica como es la de escribir, hay que detenerse a explicarlo. Porque como agudamente plantea la autora, lo urgente es “que no se me note”. Busquen encarecidamente esta frase durante la lectura y ahí entenderán mucho mejor qué pasa con la arcuza.
Desde una floristera enritá para explicar los problemas de la gentrificación de Andalucía, hasta la diversidad cultural y el cuestionamiento al que la sociedad somete prácticas como el Ramadán. No voy a hacer un resumen de la obra porque no sería de recibo, pero si voy a recomendar dos capítulos y dos frases. El primero, es el capítulo “El Burkini” y la pregunta que tiene lugar dentro de la escena: “Un momento –terapeuta la interrumpe–¿hablas con tu madre en catalán? Te estoy pidiendo que me hables como si fuera tu madre”. El segundo capítulo es “Gazpacho gitano” donde tengo que resaltar la siguiente frase: “la verdad además de serla, tiene que parecerla. Dejaré la recomendación aquí, sin desarrollar. Creo que es justo que tengáis vosotras mismas ese momento interpretativo.
Identidades, racismo, clasismo, perspectiva intergeneracional, memoria, silencio, precariedad, sororidad serían algunos de los términos con los que yo describiría esta obra. Pero prefiero usar los términos que usa ella:
“Se vivía como animales”
“Los gitanos antes que ser propietarios, eran ladrones”
“Mi agüela era roja y gitana”
“Mi mamá al criarse con una comare perdió las ideas y la traza de sangre”
Los saberes y los feminismos andaluces
Porque si algo es esta obra es útil. Forma parte del amalgama de materiales que se vienen produciendo en los últimos años desde los feminismos andaluces. Hemos dedicado tiempo y debates a pensar cómo hay saberes y transmisión oral que ejercen como conocimientos esenciales para el funcionamiento de las sociedades, pero al no estar escrito no ha sido validado. La autora lo hace. Crea literatura en andalú. Escribe palabras que no están escritas. Que se dicen de una forma y se escriben de otra. Que escapan a la RAE porque son de todas y de nadie. Siente y escribe. Escribe sentires. Aceite y Sal por tanto es un material de consulta, una guía, un lugar al que ir a aprender.
Este libro ha sido publicado por la editorial Avenate, una editorial liderada por andaluzas, que se sitúa como referencia y vanguardia para la creación de materiales de búsqueda y encuentro. Esto podría no ser tan reseñable si pensamos en otros territorios, pero como indicamos al principio, no comen igual las ricas que las pobres, o mejor dicho, las enriquecidas que las empobrecidas y a nadie le gusta que se le note.
Gracias Hafsa Arrabal, gracias Avenate, gracias por hacérnoslo un poquito más fácil.
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