Por Carmen Olmedo Torralbo
Ellas son un personaje abocado al ridículo. En una fantástica representación del pliegue que nos recuerda que no hay un adentro ni un afuera: ellas son su entorno, sus pobres vínculos, su dinero, su clase, su imagen. Ellas son la cadena de televisión en la que trabajan, los eventos a los que asisten, el jefe asqueroso que las humilla, las dinámicas en las que viven. Ella se autoerotiza cuando el afuera la sexualiza. ¡Oh, sorpresa! Y, sin embargo, no son una víctima pasiva. Son la promotora de su propia desgracia.
Coralie Fargeat ha construido una narración fílmica que puede ser al mismo tiempo un ensayo estético sobre la abyección y las políticas del deseo. Desde la comida rápida cayendo encima de la estrella en el paseo de la fama, hasta el amasijo de ¿carne? aferrándose al mismo lugar: desesperación, angustia y espirales de violencia contra los cuerpos propios y ajenos.
La primera vez que la vi, en cierto cine “independiente” malagueño, era estrepitoso el sonido de las risas en la sala. No quiero deslegitimar ninguna respuesta somática ni tildarla de superficial. En la risa hay mucha profundidad y la multiplicidad de las formas expresivas simplemente son, pero mentiría si no dijera que por momentos me disturbaron. Porque sentí mucho dolor también. Pena jonda. Sobrecogimiento.
Las carcajadas que rodearon el momento de la tercera mutación son una metáfora perfecta de lo que nos suscita las monstruos que nos rodean. Aquellas que no supieron parar a tiempo, las que se volvieron locas de feminidad. Las patéticas que sucumbieron a la captura neoliberal del deseo por todo lo alto. Obscenamente. Ojalá que el revestimiento de fantasía terrorífica no alejara el espejo lo suficiente para volvernos ajenas a lo que la película nos estaba contando. Porque ni siquiera la clase privilegiada en la que se sitúa la protagonista y la vida de galas, glamour y glitter bastan para pensar que los desgraciados sucesos de Elizabeth Sparkle-Sue-La criatura no son una cuestión de posibilidad. Sin duda, su género y su clase son los posibilitadores del proceso, pero la subjetividad que desata el desastre es un virus libidinal compartido por muchas otras.
“Ellas son su entorno, sus pobres vínculos, su dinero, su clase, su imagen”
Ellas son un personaje ridículo, pero no hay misoginia en la aseveración. Ellas son un personaje abocado al ridículo. En una fantástica representación del pliegue que nos recuerda que no hay un adentro ni un afuera: ellas son su entorno, sus pobres vínculos, su dinero, su clase, su imagen. Ellas son la cadena de televisión en la que trabajan, los eventos a los que asisten, el jefe asqueroso que las humilla, las dinámicas en las que viven. Ella se autoerotiza cuando el afuera la sexualiza. ¡Oh, sorpresa! Y, sin embargo, no son una víctima pasiva. Son la promotora de su propia desgracia.
No desde la individualidad, sino desde la subjetividad. Conscientemente incapaces de romper la espiral capitalista y misógina que las destruye. No hay culpabilización, hay análisis radical de las dinámicas destructivas. El monstruo que le habla a una gran audiencia, tan partícipe como elle de su misma creación, que ni siquiera parece tener marco interpretativo para entender. Pasa a ser un cuerpo ininteligible, ¿por qué está aquí, hablando? Ya fue. Se desquició. Ahora toca estigma, patologización, humillación y fuera. Siguiente.
El body horror es la experiencia cotidiana de muches. Es un género estético al que sobreponerse día a día. Soñar que tu cuerpo se abra y de él salga una tú más flaca-más guapa-más joven es un deseo recurrente inoculado en muchas de nosotras. En una hábil maniobra de creación de un problema para vender bien caro el remedio para el mismo, el sistema productivo capitalista tiene que generar sujetos que no midan las consecuencias de comenzar ese camino de no retorno que es el de las intervenciones corporales en pos de la hegemonización. Bichectomías, hilos tensores, liposucciones, abdominoplastia, blefaroplastiam, rinoplastias, frontoplastias, otoplastia, susmuertosplastia… Corta-pega de carne, grasa y sangre por cortesía del neoliberalismo corporal. No te rindas. Persigue tus sueños. Sé lo que tú quieras. Cómprate otra cara. Solo tienes que pagarlo.
Hace tiempo que una idea insiste en ser acogida: paradójica y controvertidamente, cuanto más cerca del canon aspiracional, mayor peligro de captura. Como si la hegemonía fuera un remolino que chupara hacia el fondo, la fuerza centrífuga aumenta cuanto más te acercas al centro. Tener la sensación de poder alcanzar lo inalcanzable es la carcoma que va devorando a nuestro personaje. Después de su primera semana corporeizada como Sue, Elizabeth se dispone a maquearse para quedar con un hombre que realmente considera que no juega en su liga, pero que se le antoja un encuentro de subidón de autoestima.
Sería absurdo y banal decir que su primera opción de outfit frente al espejo es espectacular y que luego va entrando en barrena porque no se aguanta literalmente dentro del pellejo, si no fuera porque no nos hace falta una sustancia que engendre un cuerpo-yo más bello para que cualquier fémina calque su neurosis cualquier sábado, como si de una coreografía aprendida en la escuela de la feminidad se tratara. Porque no soportar la imagen que te devuelve el espejo y ser incapaz de salir de casa (o luchar muy fuerte para hacerlo) no es un guion de cine fantástico, es una patética repetición en bucle del cuerpo social femenino.
En uno de los momentos más lúcidos, a punto de apretar el émbolo que la devolvería a la posibilidad de construir desde la avería como nos propone Amador Fernández-Savater, Sparkle, psicopateada, yonki del amor que reciben el cuerpo, la juventud y la belleza de Sue, decide que prefiere el riesgo seguro de la destrucción con tal de tener un poco más de la única sustancia de la que es presa: la validación y el éxito encarnado en la fama, el reconocimiento, el dinero, la admiración de las semejantes y la sexualización de los masculinos. Tánatos se impone. La jaula del ramo de rosas con la tarjeta que superficialmente afirma que la quieren pesa mucho más. Opaca toda posibilidad de fuga.
Porque no son las otras. Eres tú.
La sustancia es la peor fantasía alrededor de la comparación con las imágenes de las otras. Porque no son las otras. Eres tú. Tú pero mejor, es decir, más joven, más guapa, más delgada, más fuerte, más tonificada, con más capital erótico en definitiva. La película encuentra la manera de poner en cuestión hábilmente los discursos yoistas de la autoestima y el amor propio. Aquí no es envidia de otra. Lo interesante que La sustancia plantea es, que desde el entendimiento de la fractalidad del yo, lo que está en el centro es el desprecio por ella misma, pero en tanto que su cuerpo encarne los significantes despreciables: es gerontofobia, es misoginia, es capitalismo en vena (nunca mejor dicho) condensado y dirigidos hacia la materia más cercana. Es esclavitud de las pasiones destructoras que el sistema capitalista-colonial-patriarcal necesita para seguir reproduciéndose, acumulando masas de carne muertas en vida que mueven la rueda del beneficio. Non stop. Zombies.
Pero es que es normal que Elizabeth Sparkle se odie y odie su vida, porque no tiene vínculos que no pasen por la envidia, la admiración o la explotación, no tiene amigas, tiene vecinos pero no vencindad, no tiene nadie que la quiera, no tiene nadie con quien hacer algo más allá de su ámbito laboral, no hace más que trabajar y desear que la deseen. Y así, ¿para qué seguir? Eros no tiene espacio.
Fargeat y la sátira gore feminista
Hace falta valentía para hacer una película así. Para atreverte a que tu personaje principal se rompa en tantos pedazos, para representar tan salvajemente la violencia hacia una misma, para conseguir que Demi Moore haga un personaje que tiene ecos de su propia vida (para las que seguimos la farándula, al menos). Hay que echarle coño para que tu segundo largometraje conocido (pasando de largo los 40) sea una sátira gore que hace profundamente indeseable el sistema de la diferencia sexual, siendo letal con las feminidades y las masculinidades por igual, pero con más interés en desentrañar mecanismos de las primeras por suerte. Para, a pesar de la espinosa temática elegida, no caer en consignas vacías y neoliberales del bodypositive.
Hace falta arrojo para vincular las dinámicas de consumo de “experiencias” en el turbocapitalismo con procesos de autodestrucción, para poner encima de la mesa el aciago futuro de las mujeres que son recompensadas principalmente por su belleza, para producir una estética visual y sonora capaz de generarte arcadas en cualquier momento, especialmente en aquellos en los que el protagonista pasa a ser el dolor que produce la (auto)agresión que hemos normalizado ejercer sobre los cuerpos. Puro arte audiovisual puesto al servicio de que entendamos que la degradación simbólica es necesaria para legitimar el daño material. Sobre nuestros propios cuerpos, también. Cine político feminista del bueno.
A lo largo de la película, forma y contenido son un continuum que genera momentos en los que no hay necesidad de discursos explícitos. Son sustituidos por imágenes y sonidos poderosos de purpurina que chorrea por la cara deformándola y derritiéndola, de comida crujiente (en ASMR) y grasosa que la protagonista vive como castigo y método de tortura. De desnudos integrales capaces de expresar lo que la protagonista siente. En forma de delirio final en el que al principio no tenemos muy claro quién ve al monstruo o no, que expresa tan bien las sensaciones dismórficas en las que vivimos enmarañadas. En las alusiones al remiendo del cuerpo propio para engendrar una mejor versión de ti misma. En los carteles publicitarios que te incitan a la aspiración infinita del mejor desempeño para tener un mejor beneficio. Una pesadilla body horror capitalista de la que (parece) no podemos escapar.
Siempre es un poco más
La “mejora” y optimización del cuerpo es un camino de ida. Las lógicas del capital erótico no entienden de decrecimiento. La modificación nunca será suficiente, y si lo es, tiene fecha de caducidad. Es también fuerza de trabajo lo que se explota para la producción de belleza. Fuerza de trabajo, tiempo de trabajo y mucha energía. La producción de hegemonía corporal es un sedante político, si le queremos robar el concepto a Naomi Wolf. A puro género de terror, el capital erótico es un virus que c oloniza cuerpos, necesita producirse constantemente expoliando otras carnes, en este caso de forma paroxista, el de Elizabeth. Es una libido bulímica que siempre quiere más pero que fracasa constantemente, recogiendo con culpa los pedazos para recomponerlos de nuevo y volver a empezar. Otro pinchazo, otro retoque, otra dieta, otro propósito, otro pelo, otra ropa, otra fiesta. Ahora sí. Ahora sí que sí, estupenda. Spoiler: no.
Lo que está en juego es el sufrimiento colectivo-individualizado de masas de cuerpos, que se expresa en el film en los litros y litros de sangre con los que, en una clara referencia a Carrie, La criatura baña a quienes han participado de su creación. No hay redención ni esperanza en la fábula posmo de Fargeat, solo una puesta en escena del incansable esfuerzo femenino en la autodestrucción, espoleado desde un afuera misógino y cruel. Quizás sí pueda funcionar como una invitación a pensar que el deseo, en este caso deseo de validació
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