Cuando regresaba a casa y tocaba dormir, era imposible. Necesitaba luces encendidas, notar cómo alguien seguía despierto en el salón, cómo la luz de la lámpara se reflejaba en la pared que desde el ángulo de mi cama podía intuir con esfuerzo. Alguien que siguiera velando por lo que pudieran pasarle al resto. Si todos dormían, yo no; si el armario no estaba cerrado al vacío, tampoco. Cuando me acercaba al cuarto de mi madre para pedirle dormir con ella me advertía con voz pastosa: voy a tener que hablar con tu tía, ¿qué has estado leyendo ya?.
Me gustaba la imagen de Bastian a escondidas leyendo La historia interminable. O la de Kim Bassinger posando su antebrazo en libros abiertos que empezaba y terminaba de forma no humana, llegando a las historias por el tacto. A mi vida llegaron antes las imágenes de gente leyendo que las letras, pero cuando lo hicieron no fue bajo el aura de la epifanía lectora, del hallazgo de ese cuento polvoriento con olor a cerrado que una anciana te recomienda y que aguardaba en las estanterías de la biblioteca de tu barrio.
Mi iniciación tuvo que ver con los largos días que pasaba en la salita de espera que mi tía, esteticién, había acondicionado para sus clientas. Me encerraba allí a hacer nada con sus gatos Golfo y Pirata, dos criaturas perfectas y esponjosas que me acompañaban en la tarea de holgazanear. Recuerdo un sofá de material similar al tercio pelo verde oscuro con endebles brazos de madera al aire y yo deseando estar sola para tumbarme y enchufarme el Batman de Tim Burton en aquel aparato algo monstruoso que no funcionó demasiado, el laser disc. En esa habitación, mi tía amontonaba revistas que compraba para ella y dejaba a la vista para entretenimiento de las que aguardaban a arrancarse los pelos de cuajo. No había Holas, no había Lecturas, tampoco Semanas. Mi tita compraba, religiosamente y mes a mes, la revista Más Allá, una publicación que nació en 1988 y que hizo las delicias de gente como ella, curiosa, crédula y fascinada por lo oculto. Más Allá hizo que mi mente explosionara y que prefiriese leer las apariciones marianas en El Escorial a la colección de Barco de Vapor.
Recuerdo anclarme en párrafos concretos y repasar, una y otra vez, historias sobre momias, maldiciones, ovnis en El Coronil. Gracias a Más allá conocía la posibilidad de la existencia de un monstruo en Escocia, algo que transcendía las ficciones que habían llegado a mis manos. Mi primer libro, que sigo adorando y conservando, Momo de Michael Ende, no me producía la misma fascinación que aquella foto gris y borrosa donde se percibía una onda sobresaliente en aguas calmadas y que subtitulaban “Posible imagen de Nessy, el monstruo del Lago Ness”. La imagen aparecía en el tomo «N» de la Enciclopedia Larousse que mis abuelos habían comprado por fascísculos, aunque mi abuela no supiese ni leer ni escribir. Que la coleccionaran me sirvió para hacer todas las consultas de aquello que en Más allá explicaban y que no podía contextualizar del todo por estar yo, obviamente, a medio hacer como un cundi chico.
Más allá fue la catapulta hacia el amor por lo oscuro, lo raro, lo exótico, lo lejano, y mi tía fue la facilitadora. Ella, que quemaba romero todos los viernes, tenía un arbolito de piedras para ahuyentar al demonio en la entrada de su casa y yo pasaba a su vera dando una pequeña carrera, mirando de reojo y sin fijar en él la mirada. No sabía si Lucifer o algún compinche de rango menor estaba haciendo las rondas cuando la visitaba pero a mí, desde luego, no me iba a pillar mirando. Más Allá me acercó a otras culturas desde un prisma extraordinario, me impulsaba a investigar y a profundizar, estaba deseando que mi tía comprase la revista y que escribiesen sobre Sacsayhuamán. Leía una y otra vez los reportajes, y a veces saltaba páginas con un profundísimo miedo pero la tentación intacta, de forma que no tardaba en regresar aunque el coste fuera alto: esa noche no iba a dormir ni dios.
Una tras otra, las clientas de mi tía pasaban por la sala de espera mientras yo leía las revistas sin parar y alternaba un CD de Toni Braxton con otro de Juan Luis Guerra. Éramos pocas y Jiménez del Oso decidió publicar la Biblioteca Básica Espacio y Tiempo en 1992. Quisiera explicar la intensidad con la que vivía la lectura de esos monográficos, sabiendo que por fin podía ampliar información sobre temas que despertaban en mi muchísima curiosidad. Leí sobre sectas, el cosmos, dimensiones, brujería, satanismo o el Imperio Maya. Un totum revolutum que me absorbía los días de verano y que miraba desde otro lugar que no pasaba por ser una creencia a ciegas. Conservo aún tres ejemplares robados de la biblioteca de mi tía. Mis favoritos: Brujería y satanismo, El dios jaguar y El Imperio del Sol.
Más Allá y Espacio y tiempo fueron las puertas en el armario hacia la Narnia extraña, la vía del afán por el terror, lo demoníaco, lo incomprensible, lo hostil y lo raro. Recuerdo mis lecturas amadas en aquella habitación y también surge el olor a cera que arde en cuerpos que no la necesitan. Mi entrega a esas publicaciones se conecta con la alegría de ver un nuevo libro de Mariana Enríquez o Agustina Bazterrica, del gustazo que me provoca leer a Campbell en el Club de lectura de La Cuélebre y del placer al escuchar de madrugada Espacio en Blancon mientras hago el turno de noche; de saber que Jennifer Kent puede rodar próximamente y que Severin Fiala y Veronika Franz me han hecho polvo con Des Teufels Bad porque la realidad es bastante más terrible que el resto de mundos que puedan existir. Cómo se comienza a amar las letras es una senda profundamente inescrutable como los caminos del Señor…o del Demonio.
Llego a tiempo, Michela
“Sólo espero morir cuando Giorgia Meloni ya no sea primera ministra, porque el suyo es un gobierno fascista”. Michela Murgia (1972-2023) Hace un año que murió Michela Murgia. Lo supe el pasado miércoles. Mi primera reacción al recibir el mensaje de Ana fue la de...
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