Yo sufro porque no sé de qué color es el viento”, cantaba Melendi en la radio del coche de mi amiga Amanda en aquella calurosa tarde (realmente, mi cerebro no guarda el recuerdo de la estación del año que fue; pero transcurriendo esta anécdota como transcurre en Sevilla, lo más probable es que fuera calurosa). Yo iba embebida en mis pensamientos, cosa que suele ser habitual en mí, sobre todo si voy en un coche y hay música. “No, si el que no sufre es porque no quiere”, sentenció ella con esa manera suya de aseverar las cosas tan contundente. Y esa reflexión, tan anodina, en principio, me caló muy hondo. Y es que yo en esa época sufría por todo.
Iba a escribir “acababa de salir del pueblo para llegar a Sevilla”; Pero no quiero engañar a la lectora. Yo había salido de mi pueblo, gracias a Dios, con 16 años para hacer en Córdoba el bachillerato. Pero sí que es verdad que hacía poco que había llegado a Sevilla para estudiar periodismo y para mí todo aquello fue un soplo de aire fresco y una auténtica revolución, personal e intelectual. Y un sufrir, para qué negarlo.
Sufría por cosas como que mi cultura cinematográfica se limitaba a Paco Martínez Soria, Manolo Escobar, Marisol, Antonio Molina y poco más. Recuerdo la primera vez que oí hablar de Kusturica. Se me abrió las carnes. No sabía ni cómo se escribía aquello. Corrí a la videoteca (eran otros tiempos, centraos, las plataformas aún no habían llegado a nuestras vidas y para ver pelis o escuchar música necesitaba un soporte físico), saqué “Gato negro, gato blanco” y los ojos me hacían chiribitas. Ah, que el cine era eso. ¡Increíble! Años después, cuando viví en Eslovaquia, descubrí que la “c” no se lee como /k/ sino como una /s/ un poco rara, y desde ese momento digo “Kusturisa” para parecer más intelectual todavía (aunque yo los diálogos de peli que me sé de memoria a día de hoy siguen siendo los de Vaya par de Gemelos).
También sufría porque no tenía ni idea de música, pero esto me daba más igual. Pero sobre todo sufría porque yo pensaba que había leído mucho (y, visto con perspectiva, así era si tenemos en cuenta que mi madre no sabe leer y que mi padre lo hacía muy a duras penas, y que los únicos libros que entraban en mi casa eran los del cole, los que me regalaba mi hermana Pepa en Navidad y alguno que había ganado escribiendo cuentos), y no había leído nada. O al menos nada, o casi nada, a lo que se le pudiera otorgar la etiqueta de “alta cultura”. Atención: ¡se viene trauma!
Y ahí estaba yo, con mi pelo corto, mis corbatas y mi cartel de las tATu en la carpeta (que no es que yo escuchea mucho su música, pero lo de llevar a dos tías dándose un beso en la carpeta me molaba), tomando apuntes de todo lo que decían aquellos señores y señoras de bien, tan cultos y tan refinados; y venga a escuchar hablar del Ulises de Joyce. Por lo visto, según decían, el Ulises era el equivalente de El Quijote contemporáneo (el Quijote sí que me lo había leído y lo había disfrutado mucho, SPOILER ALERT: un mojón para Joyce, ya quisiera él), que si era la novela que Había transformado la literatura y la blabla. Y esa chica de pueblo, allá que se va a la biblioteca y se saca el tochaco aquel.
Os juro por mi padre, que en paz descanse, que yo lo intenté. Con denuedo, con ahínco, con una fuerza de voluntad inconmensurable: lo intenté. Pero no pude. Aquella novela se me atragantó de tal manera, que era incapaz. Y, como ya os he dicho, yo en esa época sufría mucho, venga a pensar que claro es que yo soy muy cateta, que no entiendo de nada, que todo me pasa por estar en donde no pertenezco, etc, etc. Parecer exagerado , pero os prometo que era un sufrimiento real. De gilipollas, a día de hoy lo sé, pero en aquel momento, era real.
Un día de hoy, cada vez que alguien menciona al Ulises, a mí me entra sudores fríos; de verdad os lo digo. Pero ya no sufro. Al menos por mi catetura. Hoy ya me sé todo eso del canon y de la mirada masculina blanca como universalizante y todas esas cosas. Bendito feminismo que nos salva también de esto.
¿Y por qué os cuento todo esto? Quizás para justificar lo que voy a decir a continuación, quizás para que se entienda el recorrido que me ha traído hasta aquí o quizás simplemente para expiar mis culpas. Nariz. El caso es que ya he asumido que en realidad a mí lo que me gusta es la novela negra. La disfruto mucho. La devoro con ansia. Es como esos amantes intensos de los que no te puedes desenganchar. Y vengo a gritarle al mundo que ya me da igual que sea considerado un género menor. Ea.
Dicho esto, también venía a deciros que las novelas negras escritas por mujeres son una delicia porque son mucho más que novelas negras. La trilogía del Baztán, de Dolores Redondo, la empecé cuando yo, al igual que la protagonista, buscaba un embarazo que no llegaba. Madre del Señor, qué acompañamiento más bueno a un proceso tan doloroso y tan solitario. Alicia Giménez Bartlett fue el descubrimiento perfecto para no volverme loca en el final de la tesis: Petra Delicado, y su soledad decidida y su torpeza innata me resultan tan tiernas y me hacen pensarme tanto, que solo puedo estar enamorada y agradecida con el personaje. Y qué decir de Camino Vargas, de la sevillana Susana Martín Gijón, ¡menudo descubrimiento que me ha hecho la Ro! Recorrer con ella las calles de esta ciudad, que con el tiempo se ha convertido en la mía, es puro placer.
Y, claro, como una cosa lleva a la otra, él terminó enganchadisima a un podcast de True Crime que se llama Criminopatía. Aquí, amigas, viene lo gordo. Escuchándolo, mientras friego, cocinando y hago todas esas tareas necesarias para la vida e invisibilizadas, las que tienen el mismo reconocimiento social que las pelis y los libros que yo conocí antes de la facultad, me he dado cuenta de varias cosas. Ninguna es un descubrimiento que os vaya a cambiar la vida, os lo advierto, pero quizás contribuya a pensar en colectivo acerca de los “crímenes”.
“Mamá, si a ti te gusta la paz, y no te gustan las armas, por qué estás todo el día con los crímenes”, me espetó mi hijo de cinco años con su mirada límpida y su curiosidad aún intacta. Y, como con lo de Melendi, me quedé pensando. Por un lado, creo que los crímenes, los sucesos, etc, nos resultan tan atrayentes por aquello de que son cosas que les pasan a otros. Si somos meros espectadores es que hemos conseguido esquivarlos. Contemplarlos a seguro, desde el confort de nuestras casas, nos da una falsa sensación de invulnerabilidad que nos resulta atractiva. Lo escabroso ahonda en las miserias humanas. ¿Y acaso hay algo más humano que la miseria? Nos conecta con esas partes oscuras de nosotras mismas que están ahí y que quieren su ratito de gloria.
Sin embargo, no es lo mismo el true crime que la novela negra. No he hecho el recuento, pero creo que de Criminopatía el 90% de las historias son hombres matando a mujeres o niños por cuestiones que se explican por el patriarcado: sexo, control, etc. La transmisión de esas historias tiene un fuerte componente de disciplinamiento ; tal y como explicó Nerea Barjola en su Microfísica sexista del poder. El caso Alcàsser y la construcción del terror sexual. Son versiones contemporáneas de Caperucita y el lobo.
Además, el verdadero crimen tiene un defecto gravísimo. Muchas veces el misterio es irresoluble y te quedas sin saber quién es el asesino y por qué lo hizo. Las novelas son mucho más apaciguadoras porque te dan el descanso del saber qué ha pasado, y con eso no se puede competir. Las novelas son remansos de paz, lugares de sosiego, y por eso siempre serán mi producto cultural favorito.
A mi hijo en lugar de contarle todo este rollo, le dije que lo que me gusta es el misterio, el ver cómo lo resuelven. Pero no lo creía. ¿Me dais ideas?
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