Hablar del velo, y de su uso, es hablar de medio millón de mujeres musulmanas que habitan el territorio español. Tras cada velo hay una persona pensante, sintiente, que decide y, a veces, consiente o no portar la prenda que cubre su cabeza.
Aunque nos empeñemos en verlas de forma homogénea, hay diferentes formas de pensar y sentir la religión. Unas cuantas abrazaron una postura de la espiritualidad que las amparaba y refugiaba de la discriminación y de la mirada sesgada del islam en Occidente. Pertenecer a la cultura y a la religión musulmana no es buena idea para el pensamiento europeo, y tampoco lo entiende como una forma de racismo.
La tendencia islamófoba imperante se vio reforzada a partir del 11 de septiembre de 2001, con campañas mediáticas que retratan la imagen de lo islámico como algo extraño, monolítico y problemático. A los hombres con barba se los confundía con posibles terroristas, a las mujeres con velo, se las señalaba como sumisas. El imaginario construido venía a desestabilizar la democracia en Occidente y la libertad de las mujeres. Dudosas conquistas en un territorio como Melilla, donde se establecen claramente barreras de clase, etnia y/o cultura. Muchas de las personas que cruzaban de Marruecos a la ciudad autónoma para trabajar eran cuestionadas e intimidadas en los puestos fronterizos cuando la policía veía a un hombre con barba o a una mujer con hiyab. Supongo que pensarían que podrían atentar contra la integridad de la “cultura occidental”.
La situación que se vivía en Melilla (la mitad de la población es musulmana) en aquel momento era tensa, generaba un conflicto que se respiraba en el ambiente, pero había que hacer poco ruido porque ya éramos señaladas. El hiyab, en este contexto de criminalización del islam, supuso para muchas mujeres una forma de defender su derecho a mostrarse como musulmanas en el espacio público.
Las realidades de las mujeres musulmanas que habitan el espacio occidental son muy diferentes, y la experiencia de portar el velo en Melilla, «puerta de entrada» a Europa, es una de muchas. Hay numerosos relatos. Algunas mujeres marroquíes migran de aldeas alejadas de Nador (limítrofe con la ciudad autónoma) para sobrevivir y tener mejores oportunidades para su familia, otras lo hacen porque quieren romper con el pasado patriarcal en el que viven, unas son nacidas en Estado español y buscan un lugar en el que no sean juzgadas y, para reforzar y recuperar su identidad, deciden abrazar la religión de Muhammad. Cientos decidieron dejar de hablar su idioma para no ser criticadas en colegios, instituciones y calles. Muchas de ellas trabajan duro y tienen todo un argumentario preparado para no ser cuestionadas por sus empleadores. Algunas de estas mujeres llevan velo. Y casi todas tienen que estar justificándose por ello.
Por supuesto, cientos de miles no lo llevaban cuando comenzó a llevarlo Asia en el 2002. Tenía 14 años, era la hija mayor de Saliha, una madre que parió a cinco más en un contexto complejo para ella, sin saber leer ni escribir, alejada de su familia y recién aterrizada en Melilla, un lugar en el que se sentía ajena a la cultura y el idioma. Saliha se casó con un hombre que, en aquel entonces, no era conservador. Cuando murió Sayida, la abuela paterna, el padre de Asia se sintió frágil y vulnerable. Sayida lo apoyaba y le daba fuerza para seguir creyendo en lo que considerara sin que lo afectara cómo lo trataban en el trabajo, los vecinos… Tenía un carácter firme, era valiente y Asia recuerda como en el barrio todas la adoraban.
¿Dónde está el refugio?
Frente a la creciente islamofobia surgida años después del atentado de las Torres Gemelas, el padre de Asia creyó que alguien o algo lo tenía que fortalecer. Al día siguiente del entierro de su madre, comenzó a leer el Corán y escuchar a los predicadores del islam más integrista de manera incesante. Asia comenzaba el curso escolar unos días después. Su padre, al principio, le aconsejó llevar velo para que Dios la dotara de gracia y fuerza si quería seguir estudiando.
De no llevar velo, Asia tendría que quedarse en casa, “refugiada del mal que acechaba afuera”, le decía. Asia no entendía bien el cambio radical de la postura de su padre. Se rebeló y le dijo que no iba a llevar velo porque nadie de su edad lo llevaba ni en el barrio ni en el instituto. A los pocos días, una vecina, con sarcasmo, le dijo que su padre parecía un terrorista por la barba que se estaba dejando. Se enfadó con ella y le contestó que cómo podía pensar en esa posibilidad.
El viernes antes de la llegada del inicio de curso, la familia acudió a la mezquita central de Melilla para llevar cuscús y rezar por su abuela. Asia le pidió a Dios que la guiara para tomar una decisión. Ir al instituto con velo o quedarse en casa cuidando a sus hermanos y ayudando a su madre. No tenía opción intermedia. Cuando salieron del rezo, en la entrada de la mezquita, mientras se ponía los zapatos, Asía observó, antes de que le dieran el pésame, a un grupo de mujeres que se abrazaban entre ellas, y pudo escuchar cómo una le decía a otra que su vecina no había ido porque su marido no la dejaba.
El trayecto de vuelta a casa no lo olvidaría Asia. Le recordó lo importante que era, a pesar de todo, estar aprendiendo de otras mujeres, de otros lugares y que llevar o no velo era lo de menos. Estudiar y ser la primera mujer en su familia que accediera a la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) era más importante. No quería estar relegada, como su madre, sus tías y su abuela al espacio privado de la casa.
A diferencia de las vivencias de las mujeres de su familia, Asia sabía que había mucho por aprender y cuestiones que se perdería si no se relacionaba más con las mujeres que acudían a la mezquita. Las veía orgullosas, libres, reflexivas. Todas hablaban de forma natural de lo que les esperaba en la casa. Dilataban el tiempo para llegar a sus hogares, fantaseando con formar un grupo femenino islámico para seguir debatiendo sobre temas trascendentales para ellas.
Ver, oír y sentir
La comisión islámica femenina se materializó gracias a la red y a la confianza que había entre las mujeres. Asia formó parte de ella hasta que cumplió los 18 años. Era un espacio en el que se sentía arropada por un pensamiento libre de los conservadurismos que vivía en casa. Se hablaba de sexualidad, del amor, de cuidarse, de la integridad en los pensamientos, frente a un juicio constante que se hacía desde fuera. Era un grupúsculo increíble, la mayoría de las integrantes eran mucho mayores que ella. Casadas, divorciadas, estudiantes universitarias, madres, solteras, viudas… Todo lo que no había visto hasta ahora en las mujeres de su familia materna: casadas, reprimidas, sumisas, sin estudios, dependientes económicamente de sus maridos, algunas sufriendo violencias.
A Asia la juzgaban por querer estudiar. Parte de su familia le decía que eso no la conduciría a nada en la vida. Lo más importante era hacerse “valer” para un marido que se sintiera orgulloso de ella. Su madre, a veces, le impedía ir a las reuniones de la comisión islámica, incluso ir a la biblioteca a hacer los trabajos de grupo de su clase. Le decía que “tenía que estar en casa ayudándola, no por ahí perdiendo el tiempo”. Sin embargo, sus tías paternas valoraban positivamente que siguiera estudiando.
Por otro lado, Asia estaba en una esfera que era hostil. En clase eran unas treinta personas. Había cristianos, judíos y una minoría musulmana, pero la única que llevaba velo era ella. Las miradas de sorpresa del profesorado, las burlas de algunos alumnos, la torpeza del maestro de educación física cuando se dirigía a ella: “¿Cómo puedes correr y hacer ejercicios? ¿No te da mucha calor el pañuelo en la cabeza?”. A esto se le añadía el rechazo de quienes consideraba sus compañeras. Parecía que dejaba de ser una persona para mutar en un no ser sin capacidad de decisión propia.
El acompañamiento y la salvación
Si Asia no se hubiera puesto velo, no habría llegado a salir de ese lugar del que sentía opresión. No habría conocido a las mujeres de la comisión islámica que la impulsaban a tener un pensamiento propio; tampoco se hubiera hecho tantas preguntas provocadas por el profesor de filosofía. Se convirtió en su asignatura favorita porque el único maestro que la miraba como un ser, un sujeto capaz de pensar por sí misma, era él. Tampoco hubiera podido tener un proceso de crecimiento propio si no hubiera tomado esa decisión. Quería alcanzar su libertad en medio de todo ese tinglado en el que estaba inmersa. Por otro lado, si le hubieran prohibido llevar el pañuelo en el instituto, no hubiera seguido estudiando ni podido independizarse luego. ¿Les habrá pasado esto a jóvenes que viven en países donde el velo esté prohibido en los espacios públicos? ¿Se habrían quedado en casa sin la posibilidad de acceder a la educación? ¿Hasta qué punto las autoridades obligarían a los padres llevar a sus hijas a la escuela?
Al igual que a muchas, Asia también consintió llevar velo para no sentirse excluida de su familia. Convivir entre dos universos es complejo, la búsqueda del equilibrio y la identidad propia es una de las cuestiones a las que se tendría que enfrentar.
Años después, Asia decidió quitarse el velo, aun sabiendo que tendría consecuencias que le pesarían, sobre todo de cómo iba ser vista a los ojos de la familia. Las miradas de rechazo iban a volver. Y así sucedió. Cuando se fue a estudiar la carrera a la península vino el problema. Ya no era importante llevar velo y seguir estudiando. Ahora sería tomar otra decisión. Irse fuera del continente, sola, abandonar un sistema de creencias que para ella eran retrógradas, pero para sus padres no. Esta ruptura fue importante, y con el tiempo se dio cuenta de que en realidad el velo era solo una excusa más de dominación, pero existían otras muchas. Aquí el problema residía en la tradición machista, no en la religión.
Salua, Laila, Fatima, Farah, Yasmina, Umaima han llevado velo, y muchas de ellas lo siguen llevando. Unas decidieron que era un acto político, para fortalecer su identidad. Otras creen que, de no llevarlo, se sentirían desnudas ante Dios. Jadiya y Amina lo llevan porque se lo han aconsejado para alejarlas del mal. Al igual que quienes decidieron y/o consintieron llevar velo, se pueden sentir libres, quienes no lo hacen pueden caer en la trampa de la liberación femenina por creer que pueden decidir sobre lo quieren o no ponerse en el cuerpo, pero no decidir sobre lo que quieren hacer con él libremente, sin que pesen las rigideces patriarcales y sociales. Para eso, ya sabemos que da igual que seas musulmana o profeses el budismo. Existen múltiples formas de vivir la espiritualidad, la religión, la cultura, la identidad. Pero es innegociable para los feminismos la necesidad de escuchar las decisiones tomadas por las mujeres acerca de cómo quieren vestirse y qué les impulsa a ello, más allá de homogeneizar y simplificar nuestro discurso a un “si o no al velo”.
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