Ensuciar. Hacer de vientre. Hacer de cuerpo. Evacuar. Jiñar. Defecar. Hay muchas formas de decirlo y una única realidad: cagar es un privilegio, masculino, claro está. Porque cuando te pasa algo, lo verbalizas y le pasa a todo el mundo; eso, amigas, es político, no personal.
El baño en mi casa es un foco de conflicto permanente. Hora de salir, hora de cagar (de él, claro). Esto es especialmente así si lleva todo el rato perdiendo el tiempo mientras tú preparabas las cosas de los peques y a los peques. Pero, ojo, no es «voy, cago, me limpio el culo, me lavo las manos, y la vida sigue». ¡No! Es «voy y estoy todo el tiempo que sea necesario hasta crispar los nervios de la otra persona y provocar su cabreo».
Y es que a mí las tres millones de horas en el baño al principio me pasaron desapercibidas. Después pasé a la curiosidad antropológica: ¿qué hace uno para tardar tanto? Luego al mosqueo por lo inoportuno del momento y la cantidad de rato que echa y ahora estoy ya en el compartir con las amigas y darme cuenta de que no es algo que suceda solo en mi baño, sino que es un misterio insondable (uno más) de la masculinidad hegemónica.
La cosa se agrava con la maternidad, claro está. Yo llevo cinco años sin cagar tranquila o cagando con compañía que aquello parece un abierto 24 horas. O lo que es más duro: sin poder cagar directamente porque no me sueltan la teta, porque llegamos tarde al cole o porque una se ha caído y el otro al mismo tiempo se ha dado un golpe y mágicamente te tienes que dividir para consolarlos a los dos. Tú con ese plan y la flora intestinal hecha añicos. Y al otro le da la vida para ir solo, cerrar la puerta y entrar en otra dimensión espacio-temporal de la que tú estás excluida.
Psicopsis se queda corta
Luego está ese momento en el que no puedes más y gritas: «voy al baño». Creyendo, ilusa de ti, que por anunciarlo podrás gozar del placer de la intimidad y de la tranquilidad. No te ha dado tiempo a sentarte y ya están todos con las palomitas mirando el espectáculo. «Te he dicho que iba al baño», protestas, o bien lastimera o bien en versión furia enloquecida. «Es que querían estar contigo», te suelta él con todos sus huevos gordos colganderos. «Es que querían estar contigo», y se va. Te dice eso y se queda tan pancho. Él puede gastar un tercio de tu vida haciéndote esperar mientras caga, pero no le vayas a pedir un par de minutos para ir al baño porque si los peques quieren estar contigo qué puede hacer él, oh, pobre mortal, para impedirlo.
El rencor, claro, se te va haciendo bola. Y empiezas por fantasear con que en la próxima vida no eres tan pobre y tienes dos baños. Eso, en el mejor de los casos. Se lo cuentas a una amiga y te dice que a ella también le pasa. Lo vuelves a comentar y, ¡bingo!, en su baño también hay diferencias de derechos de uso por sexo. Y así sucesivamente hasta que dices: «joder, esta mierda (nunca mejor dicho) es estructural».
Y es que el privilegio de cagar es un elemento más de ese gran privilegio masculino que les permite centrarse en el «yo» y abstraerse de lo que sucede a su alrededor. El privilegio de cagar es sintomático de la división sexual del trabajo y un escollo más para la corresponsabilidad real. Es, en definitiva (y aquí permitidme lo burdo y lo obvio de la imagen), un mojón más del patriarcado. Pero, os juro, que, en este caso, me faltan herramientas para desarmarlo. Así que se aceptan propuestas porque si no puedo cagar (tranquila) no es mi revolución.
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