En Reino Unido, pasé de querer quedarme allí a explicar a la gente que lo que deseaba, en realidad, era poder abrazar a mi abuela más a menudo. La estupefacción se transparentaba en sus caras, mientras mi deseo de regresar a Andalucía se volvía cada vez más sólido.
Una corrala de Julia Amigo
He escrito esta historia mil veces, de tropecientas maneras. Con palabras, llantos y fotos. En mi idioma –ese que me atraviesa el cuerpo y que está anclado en la esencia misma de lo que soy– y en idiomas que siempre me serán ajenos –sobre todo el inglés–. Esta historia no tiene principio ni final, tampoco presenta un desenlace a ningún nudo. No tiene centros, tan solo periferias inabarcables. El caso es que esta es mi historia, pero por el camino aprendí que es de las muchas otras. Con sus matices, nuestras historias conforman un relato desencantado: el de la huida a marchas forzadas y la llegada a lugares que, en un inicio, nos son ajenos.
Érase una vez, en una universidad europea…
Al principio, en Inglaterra, me maravillé por el interés de la gente ante mi investigación. En la universidad en la que estuve de estancia de doctorado eran tan importantes el bar como el aula y las pintas de cerveza como los cafés. Al principio, recuerdo, el interés de la gente hacia mi trabajo académico me halagaba. De pronto, me encontré dentro de un espacio que acogía mis intereses y que me devolvía un interés genuino hacia aquello que yo llevaba tres años investigando.
Durante las primeras semanas, busqué becas y puestos de trabajo para quedarme en Reino Unido. Estar inmersa en un ambiente que valoraba mi investigación y que abiertamente me proponía salidas y futuros posibles, para qué engañarnos, me gustó. En mi universidad originaria, siendo una doctoranda sin beca, en muchas ocasiones me he encontrado sola, o con pocos espacios donde poder compartir lo que estoy investigando. Así que aquellas conversaciones de bar me deslumbraron. Pronto, la gente también empezó a discutir lo económico: los sueldos en Reino Unido eran mucho mejores que en España; aquello también propició que me plantease quedarme.
No tardé demasiado en aburrirme de aquel ambiente. Generalmente, las conversaciones no avanzaron. Las relaciones se anquilosaron en esas formalidades: la investigación, los proyectos de carrera y el futuro profesional. Empecé a preguntarme dónde quedaba el disfrute, en qué momento nos pondríamos a hablar de la vida.
Tuve que confundirme para aclararme
El que fue mi supervisor allí, un tipo genial y un excelente investigador, me invitó a hacer un pequeño viaje de trabajo. Detrás de esa escapada se asomaba también una posibilidad de crear un proyecto de investigación para el que pedir financiación. Ese proyecto tendría que tratar temas como la identidad galesa, la emigración en la región o la situación de las mujeres, el arte y las tradiciones de la zona. La verdad es que el proyecto me entusiasmaba, ya que versaría sobre la primera tatuadora profesional de Reino Unido.
Sin embargo, un par de días después de la visita a los archivos donde se encontraban los materiales de su vida, me di cuenta de que yo quería hacer algo similar, pero en mi tierra. Una investigación sobre las primeras tatuadoras en España (algo que ya trato en mi tesis, pero ampliado), relacionando su situación con muchos otros aspectos sociales y políticos de los años posteriores a la muerte de Franco.
Un día, en enero de este año, caminando bajo la lluvia en el campus donde vivía, me dio un ataque de ansiedad. No entendí aquella señal, así que le presté atención y después de una sesión de terapia y muchos paseos más, logré entender de dónde provenía ese nerviosismo repentino que me asaltó mientras ardillas y patos me hacían compañía. En esos días, me encontraba preparando los papeles para una oferta de trabajo en Leicester. Un trabajo que no quería, en un lugar que, sin conocerlo, ya me aterraba. Fue difícil para mi cuerpo asumir que, después de tanta búsqueda y proyección, lo que quería era volver a Andalucía.
A finales de enero, empecé a compartir, como había hecho con mi deseo de quedarme, mi recién descubierto deseo de volverme. Pasé de visualizarme viviendo en Inglaterra durante los primeros años de mi carrera académica, a asumir y abrazar que aquello no era lo que yo realmente quería. Esta aparente confusión, o desorden, es un reflejo de la manera caótica en que muchas veces se nos iluminan los caminos vitales.
Regresé a todas las preocupaciones que, de manera automática, sentida, me asaltan siempre que me imagino viviendo lejos de Andalucía. La primera siempre tiene que ver con mis abuelos y abuelas.
Una puerta se cerró y miles de caminos florecieron
Conforme fueron pasando los días, regresé a todas las preocupaciones que, de manera automática, sentida, me asaltan siempre que me imagino viviendo lejos de Andalucía. La primera siempre tiene que ver con mis abuelos y abuelas. Tanto ellos como ellas están vivos y vivas. Disfruto pasando tiempo con ellas, escuchándoles, preguntándoles por sus infancias, adolescencias y juventudes. Quiero aprender sus recetas, quiero contarles de mi vida, quiero verles envejecer y estar cerca. Esto que para mí tiene tanto sentido, causa estupefacción cuando lo cuento en el extranjero. Lo que sucede cuando he explicado que quiero vivir cerca de mi abuela es el silencio. La conversación se corta ahí, como si dentro de sus esquemas mentales no hubiese ningún compartimento preparado para asumir aquello que yo les estoy contando.
Y lo entiendo. Después de las primeras semanas, fui consciente de que las conversaciones en el bar de la universidad rara vez se salían de lo académico, de lo laboral. Y yo, junto con otras personas emigrantes de latitudes más sureñas, empecé a cansarme de que no hubiera espacio para hablar de otras cosas. ¿Qué vas a cocinar hoy, qué te gusta hacer fuera de los muros grises de esta universidad, qué película planeas ver esta noche? El futuro laboral lo empeñaba todo. Y sentí cómo poco a poco me alejaba de esa realidad, queriendo regresar a esta. También empecé a preguntarme, gracias a una conversación con uno de mis mejores amigos, emigrado desde Brasil a Europa hace más de 15 años, cuál era mi idea de éxito, qué quería yo para mi vida en términos de carrera laboral.
Regresar o quedarse, esa es la cuestión
Al volver a Granada a mitad de abril, escribí esto en mi diario:
Recuperar el andaluz como el vehículo para expresar e incluso pensar mis propias emociones, volver a permitirme ser y actuar desde la lengua que me deja expresarme en libertad. Hacer cosas con mi cuerpo, con mi tiempo y con mi energía va a adquirir también un cariz diferente, promovido por la naturalidad con que me desenvuelvo cuando lo hago en español y no en inglés. No puedo reflexionar, innovar o soñar en inglés. Para hacer todo eso, para crear, necesito hacerlo en español. Y admiro más que nunca a quienes desarrollan su carrera y su vida en otro idioma. Y entiendo que yo quiero aferrarme al mío no por miedo a no lograr usar otro, sino como un movimiento casi político de puesta en valor de una creatividad enraizada en la esencia de lo que soy y no en la potencialidad –maldita potencialidad– de lo que podría llegar a ser. Me cansa especular, proyectar, progresar. Solo quiero ser, estar, escribir, comer, vivir.
Por los pucheros, porque quiero investigar desde aquí, porque quiero abrazar más a menudo a mis amigas, a mi madre, a mi hermana y a mi abuela.
No se si volveré a irme, no sé si la precariedad apretará de nuevo y, movida únicamente por lo laboral, tendré que marcharme otra vez. Espero, con garras y dientes, poder quedarme. Por los pucheros, porque quiero investigar desde aquí, porque quiero abrazar más a menudo a mis amigas, a mi madre, a mi hermana y a mi abuela. En mi decisión bailan miles de sensaciones, en mi cuerpo danzan miles de interrogantes. A veces la ansiedad regresa, ¿lo conseguiré esta vez, podré no tener que irme? Una amiga me dijo una vez: “Al irte, no huiste: viviste”. Hoy las palabras de una gran escritora me sirven de espejo y con ellas quiero cerrar estos pequeños apuntes sobre la emigración y el regreso:
«Por eso me quedo, porque puedo irme», Carmen Laforet.
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