Este texto está en la sección La Corrala, el patio de vecinas de La Poderío donde cada una charlotea, cascarrilla y pone colorá lo que sea mientras le da el fresquito o el sol en la cara. Más agustito que te quedas, oú. Eso sí, La Poderío no se hace responsable de lo que opinan las autoras y autores, solo apoya la participación de las lectoras como espacio de libre expresión. Puedes enviar tus artículos a ole@lapoderio.com. Otra cosa, antes de hacernos las propuestas pedimos que leas nuestro ideario.
María Corrales Fernández./ lagolondrinamaga.blogspot.com/
Hace mucha calor para ser 12 de marzo. El sol se siente en la piel casi veraniego y la luz atraviesa ahora perpendicular un arbusto y me dibuja hojas de sombra por encima de los lunares. Hoy no he dormido. He tenido una noche completamente en blanco. Luego me he comido una tostá con aceite y tomate y he dormido unas horas por la mañana, aunque me pesan las piernas y las ganas, las varices heredadas y los párpados amoratados.
Me he venido a mi pueblo, me he subido al Calvario y aquí arriba se está en una especie de soledad compartida, en un silencio roto por el murmullo que sube de las calles y sus coches y su gente. He subido aquí huyendo de mí misma y mis pensamientos, igual que huyendo me he venido a casa de mis padres, al pueblo que me ha visto crecer, al valle sanador e inmutable. Mi pueblo es una máquina del tiempo y de las emociones porque lo para todo y me hace volver a una calma rutinaria de almuerzos a las tres y media, meriendas a las siete y media, y tardes lentas en una ocupación pausada.
En esta parte del mundo, donde nacieron mis movidas mentales, como me gusta llamarlas cuando son tan pesadas que necesito quitarles importancia, resulta que ahora se calman bastante, se reducen a lo que eran a los dieciséis años, una ansiedad por lo que va a venir, una mezcla de nervios y miedos por vivir, y no llegan a asfixiarme como lo hacen en la metrópoli que me cobija cuando juego a hacerme la mujer independiente y capaz de vivir.
Me he venido a mi refugio entre montañas porque aquí la ansiedad y la depresión que llevan años adueñándose de mi cama cada noche no existen como en la ciudad, donde las ves reflejadas en ocho de cada diez pupilas, en cafés dobles en bares, en supermercados llenos a las siete y media de la tarde hasta arriba de oficinistas demasiado cansados para respetarse a sí mismos, a sus cuerpos y a los negocios de sus barrios, porque han dejado de ir a la frutería y recurren a pizzas prefabricadas y a un pan que nada tiene que ver con el que comerían si su horario les permitiera charlar cada mañana con la panadera tan amable que sigue abriendo temprano sonriendo a sus clientes.
A mi pueblo han llegado la ansiedad y la depresión, por supuesto, igual que ha llegado el capitalismo voraz y el sentimiento de esclavo productivista a sus fábricas, pero se le llama «estar aburrío, estar aburría» y, cuando estás aburría, llegan tu tía y tu prima con dulces de la pastelería de siempre y no te cuesta tanto levantarte del sillón para poner café y hablar de lo que sea. Cuando estás aburría, tus vecinas se acercan antes de la cena y te preguntan si necesitas algo, te llevan un manojo de espárragos y si tienes que cuidar de tu sobrina, se quedan también a echar una mano.
Me he refugiado en mi pueblo porque, por mucho que me moleste que mis vecinas interrumpan este no-hacer-nada, es más llevadero estar aburriílla aquí que estar deprimida en la cama del piso de 40m2 que no puedo pagar si no trabajo, si estoy deprimida, si no tengo trabajo, si no puedo buscarlo, si no tengo fuerzas en la ciudad. Pensaba escribir sobre el tabú de la depresión en los pueblos, pero lo cierto es que la red de cuidados establecida entre las vecinas de la calle hacen que, aunque no se hable de ella como tal, se comprenda y se respete, mucho más que en las ciudades en las que todo el mundo va a terapia pero no se te permite un día de frenar, ralentizar, cambiar el horario de trabajo para cuidarte tú primero y luego, si puedes, seguir produciendo, donde vemos el autocuidado en comida para llevar y maratones de Netflix, y quedan lejos los paseos sanadores por la rivera del río.
Cuando empecé a notar este nudo en el pecho, alrededor de los dieciséis años, pensé que era porque la sierra me ahogaba, me apretaba las costillas y necesitaba salir. Yo no estaba hecha para la vida del pueblo, para la presencia constante en las vidas de otras personas, de las otras personas en la mía, para una vida sin aeropuerto cercano, sin cine ni teatros, ni galerías modernas, sin bares de moda, sin tiendas de moda sostenible, sin ná de ná, -pensaba yo-. Sin trabajo, sin posibilidad de prosperar más allá de las fábricas mal pagadas que se tragaban familias y juventudes, y vidas enteras de 9 a.m. a 7 p.m. cada día.
Me fui corriendo a los diecisiete, a Sevilla, la ciudad, donde me moría de miedo y apenas investigué el centro para volver con demasiada frecuencia los fines de semana al pueblo del que tanto renegaba, pero que me proporcionaba una calma que no lograba entender. El dolor en el pecho empezó a crecer, así que me fui a Londres a los 18, a Barcelona a los 20, toda cosmopolita, adulta, ciudadana del mundo, con ganas de labrarme un futuro lejos de las fábricas y las montañas de mi pueblo, pequeño y aburrido. He trabajado en Barcelona por cuatro euros y medio la hora y me he creído mejor que las personas de mi pueblo, que salían de su puesto y se podían tomar un café con sus primas y luego una caña en el bar, mientras yo hacía encajes de bolillos con mis cuentas cada vez que me pedía una cerveza.
Me fui creyendo que las oportunidades de las grandes ciudades me quitarían este peso en el pecho que era culpa de mi pueblo y de mi provincia gaditana, su paro y su falta de oportunidades. En Barcelona, llegué a llorar cada noche antes de irme a Alemania para aprender a ser más cosmopolita todavía, políglota y todas las cosas buenas y modernas que hacen falta para prosperar. Durante un verano en el que me sentí tan sola y tan fría que no creía que fuera posible que mis amigas estuvieran en ese momento a treinta y cinco grados en alguna cala perdida de la Costa de la Luz. Durante todos esos años adelgacé porque pensé que eso me haría feliz, encajaría en los cánones y, aunque no estuviera de acuerdo con ellos, al menos sería una preocupación menos, para poder seguir la corriente y así dejar de sentirme extraña de una vez, estuviera donde estuviera. Me mantuve a la moda, me esforcé con todas mis ganas en encajar y en ser moderna europea. Incluso llegué a disimular mi ceceo. El nudo del pecho no desapareció nunca.
Después de volver de Alemania pálida en agosto, con mala cara y peores ganas, decidí que me quedaba en Andalucía, donde fuera, pero, de momento, Andalucía. La ciudad de la Alhambra me ha recibido con aroma a buena cerveza y a buenas amigas, aunque la sensación de estar en mi lugar sigue sin aparecer; su ritmo caótico que aumenta cada año con ese flujo de turistas incesante, su poca oferta de trabajo más allá de la mal pagada hostelería me han arrastrado a esta sima, mucho más profunda que la de las cuevas que rodean a mi pueblo, llena de mí misma, mis fallos y mis miedos a lo que está por venir.
Me he venido huyendo de mí misma a mi pueblo y escribo desde el Calvario, desde un mirador que me permite identificar todo el callejero y a las hormiguitas que justo ahora salen de las fábricas entre bromas cómplices. Pienso en quedarme y en el paro que asola mi provincia, y que explota a mis vecinas en sus horarios abusivos, en las empresas de trabajo temporal que subcontratan en cada museo granadino al que voy a buscar el pan, en lo difícil que es encontrar en una sociedad que les vende a las niñas el sueño cosmopolita y las hace esclavas de sus falsas aspiraciones. Pienso en lo difícil de la deconstrucción para volver a las raíces donde poder ser crítica con una misma, con la superioridad que me hizo querer irme para que me explotaran en cualquier otro lugar, pero en mi pueblo aburrido… aquí, ni loca.
Me he venido a mi pueblo huyendo, aburriílla, para dejarme cuidar por esta red de cuidadoras que lleva aquí siglos, mucho antes de que asfaltaran mi calle, cuando la habitaban mis ancestras, muchísimo antes de que yo me dejara engañar por el cuento urbanita, para recibirme siempre que me tropiece. Quiero volver a mi pueblo, o a cualquier otro pueblo de mi provincia pobre y sumida en los trabajos mal pagados, no me compensan las horas del vermú con vestidos de moda sostenible, prefiero ir con mis primas a comprar el mosto a una finca, preguntar por la familia, por cómo va el mes, compartir unas aceitunas caseras y vivir lentamente dentro de una red mucho más agradable de lo que me empeñé en creer a los dieciséis años. Quizá la depresión sea todavía tabú, pero no lo es dejarse cuidar porque estoy segura, vecinas, de que cuando recupere fuerzas, seré yo la que os lleve huevos de campo a vuestra puerta, o un manojo de espárragos todavía cubierto de tierra.
Y este sentimiento no es único. Nos enseñan que debemos estudiar, saber idiomas, viajar, vivir en el extranjero, compartir nuevas experiencias, prosperar para tener un buen puesto de trabajo y un buen sueldo…..esa es nuestra mentalidad, pero sin embargo, luego te das cuenta, ¿eres más feliz?
Al volver te das cuenta de todo lo que has dejado atrás y que es diferente. El salir a la calle y no sentirte uno más, con la cabeza bajada y mirando tu móvil mientras caminas o escuchando tu música, inmerso en tu propio mundo. Todo eso queda atrás en los pueblos, donde la cercanía, la amistad, hace que pienses en el resto de personas. El simple gesto de dar los buenos días, o preguntar que tal se encuentran….gestos que pasan desapercibidos pero necesarios para nuestra cabeza.
A veces no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita…