Este texto está en la sección La Corrala, el patio de vecinas de La Poderío donde cada una charlotea, cascarrilla y pone colorá lo que sea mientras le da el fresquito o el sol en la cara. Más agustito que te quedas, oú. Eso sí, La Poderío no tiene nada que ver con lo que se pone aquí, solo apoya la participación de las lectoras. Puedes enviar tus artículos a ole@lapoderio.com. Otra cosa, antes de hacernos las propuestas pedimos que leas nuestro ideario.
Inma Ceballos Cuadrado
Primero cinco, luego siempre caen unas cuantas más. Alguna de mis hermanas llama para pedir que las pongamos por ella, o simplemente le ponemos a las vecinas de nicho o amigas olvidadas en el cementerio de mi pueblo, Adamuz.
Las velas forman parte de un ritual que ya había comenzado mucho antes, a lo largo del mes de octubre. El cementerio va acogiendo cada vez más a mujeres que lo preparan todo: limpiar los nichos familiares de los abuelas, tías o parientes lejanas, celebrando con orgullo tener una posición bajita, siempre la mejor, la segunda; coger los cacharros o tarrinas para llevarlas a la floristería del pueblo y elegir las flores para que estén listas para el Día de Todos los Santos; pintar las paredes de blanco y engalanar el cementerio como nuestra propia casa en un día de festejo.
El día de antes se repasa una vez más todo para que esté impoluto y así ya poder dejar las flores. Entre el cuchicheo de las mujeres, se van dejando las escaleras, tijeras, cordeles y demás utensilios necesarios para que esté todo perfecto. Es bien sabido en el pueblo que las mujeres debemos ser “curiosas” y en este día la excepción no viene a confirmar la regla.
El Día de Todos los Santos comienza temprano: paseo otoñal hasta el cementerio, en el que siempre recuerdo días con sol y vestidos de floripondios y solapas de los 90 (si habéis nacido en esa década sabéis a cuáles me refiero). Una vez allí seguíamos siempre el mismo orden religiosamente: primera visita a mi abuelo materno (por cercanía a la entrada), al fondo mis dos abuelas, Antonia (la primera compañera de mi padre) y mi abuelo paterno.
En cada una de las paradas, mi madre, hermanas mayores o mi padre, me iban comentando historias, anécdotas, secretos o saberes trasladados desde nuestros familiares. Siendo esta una constante en todo el día, seguidamente íbamos a por las velas.
De niña lo percibía como una oportunidad de estar todo el día en la calle, siempre fui muy callejera. Celebraba con emoción que se abría la veda y podía disfrutar del sol, de la comida en la Puerta la Villa (donde coger mesa era una ardua batalla) y donde tener 50 pesetas pa´chuches era algo de lo que chulear ante otras niñas. El resto del tiempo me parecía aburrido y repetitivo: encender las velas una y otra vez según el viento y sentarse allí a pasar el día.
La monotonía se rompía tal vez con el típico “paseíllo” por el cementerio donde mi madre siempre nos actualizaba de los dramas pasados de las muertas y alguna anécdota o cotilleos clave para la historia del pueblo. Por lo demás, era estar todo el día sentada, rodeada de mujeres adultas que compartían anécdota del pueblo, recetas o nuevos aliños, evaluaciones sociales que ni la de las antropólogas, y rememoranzas de las muertas que se velaban durante ese día. Para una niña era aburrido; para ellas un día de reencuentro y memoria.
Por eso ahora, que soy una mujer adulta, lo añoro. Porque he tomado consciencia de que es un día pa´recordar a nuestras muertas, su memoria, sus enseñanzas, sus refranes y su cuidado. Un día pa´mantener activo el legado de nuestras ancestras, las directas y las coetáneas de nicho, que también se aprende mucho de las convecinas de cementerio con las que te cruzas y te tiras una hora hablando.
La memoria de Los Santos
Hoy me siento a escribir estas líneas, triste. Primero, porque con el covid no puedo ir al pueblo; segundo, porque poco a poco olvidamos nuestra historia y nuestros rituales y, por tanto, borramos nuestra huella de identidad comunitaria. Cada vez asumimos e incorporamos más rápidamente los rituales ajenos a nuestra sociedad. Para muchas personas estas fechas no son ni siquiera el Día de Todos los Santos, simplemente es Halloween.
Despreciamos nuestros rituales identitarios, tintes religiosos aparte, sin entender que nos perdemos a nosotras mismas, a nuestra sabiduría, a nuestros refranes, a nuestra cocina, a nuestra representación. Un ritual como el Día de Todos los Santos mantiene viva nuestra memoria y sentir andaluz y las redes comunales del pueblo y las migradas. Mantiene vivas a nuestras ancestras.
Por eso hoy, estoy triste, por no poder preparar los nichos y las flores, acompañar a mi madre al “paseíllo”, reír con sus historias y entristecerme con sus precariedades y, sobre todo, por no poder ir a la Mari y decirle que me dé cinco velas.
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