Poco se habla de la sororidad entre madres que fluye entre sacaleches en un lugar por donde ninguna quiere pasar: el lactario.
El lactario de un hospital es el último lugar al que te gustaría tener que entrar. Implica que tu peque, niño en mi caso, está ingresado, y que por alguna circunstancia médica no le puedes dar el pecho. Por lo que yo tenía que ir a este sitio todas las veces que podía al día, sacarme la leche para que la metieran en un biberón y, ya sí, dársela al bebé. Intentar así, mantener la producción para tener opción de darle el pecho cuando le dieran el alta. El momento en que me dijeron que esto es lo que tenía que hacer si quería que tomase leche materna no supe ni qué responder. Había amamantado a mi hija mayor hasta los dos años y medio, para mí era lo más normal del mundo. Imprescindible.
A partir de ahí, conforme nos dieron la noticia del ingreso del peque y me informaron de este sitio, mi primera reacción fue ir directa para el lactario, en camisón, con la silla de ruedas que todavía necesitaba para desplazarme y la angustia por las nubes. El dolor no daba tregua, y lo que era peor, ya no era solo físico.
Faltaban diez minutos para que cerrara. Eran casi las doce de la noche. Me pareció frío, impersonal y bastante cutre, la verdad. Lo único que me dio buena impresión fue el trato de la enfermera que me atendió y explicó todo el protocolo higiénico detenidamente. Ese día nos quedamos con una única regla clara: solo podían entrar las mujeres. Nada de hombres.
Este sitio que tan poco me gustó se convirtió en mi casa durante dos meses y un día. Poco a poco me pude dar cuenta de lo equivocada que estaba con respecto al lugar. A día de hoy, es un espacio del hospital que recuerdo con verdadero cariño. ¿Por qué cambió tanto mi percepción? Porque esa primera vez no estaba lo que hace único y especial ese lugar: las otras madres con bebés ingresados.
Comencé a conocer a otras madres allí. Todas sentadas mirando hacia una pared con nuestra teta fuera y enchufada a un sacaleches. “Primero te sacas de una y luego de la otra”. Es curioso como tu mente se hace al sitio en el que estás. Esas mujeres se convirtieron en mi nueva familia. Esos ratos que compartíamos eran los únicos que no se hacían interminables en el hospital. Allí el tiempo pasaba a una velocidad aceptable.
Porque no era solo sacarte el “oro líquido”, como nos decían las enfermeras que era nuestra leche, era el lugar en el que te desahogabas, en el que animabas a las demás, y hasta se hablaba de sexo, y te reías. Yo estaba realmente sorprendida del ambiente positivo existente, cuando el denominador común era que nuestras niñas y niños estaban muy malitos. Allí nadie estaba por gusto.
Al empezar a abrirme a las mujeres que tenía al lado me fui deshaciendo del nudo que casi me impedía respirar. Me allanó el camino para después conocer al resto de las personas de la planta de Neonatología. Pero todo empezó en el lactario. Con las demás mujeres.
Una vez instalada….
En el lactario todas éramos iguales. La nacionalidad daba igual, tu nivel adquisitivo también, si eras de derechas o de izquierdas. Nada de eso tiene importancia cuando estás desamparada porque todas las noches te vas a dormir a tu casa dejando a tu recién nacido en el hospital. Y todas lo sentíamos. Por eso daba igual. Por eso estábamos unidas. El sufrimiento era comunitario y reconocías en las demás, en cualquiera de ellas, el tuyo. Y eso quita muchas tonterías de la cabeza. A mí, por lo menos, reconozco que me quitó.
Era llorar juntas, en confianza, por la pena de una mala noticia que te llevabas, o de alegría porque a otra compañera le habían dado una buena. Ponernos todas al día de nuestros peques justo después de que pasaran las pediatras a informarnos. Con nuestra teta fuera, sin pudor, compartiendo las posibilidades que te había dado la médico, las preocupaciones por nuestras otras hijas o hijos a cargo de familiares mientras nosotras estábamos allí. “Sin hacer nada” y con la teta fuera.
Al principio no me di cuenta. Nos íbamos acogiendo unas a otras. Eran como unas fases, las que llevan más tiempo con peques ingresados empiezan hablando con las novatas sobre lactancia, que es para lo que se supone que vas. Pero te vas sintiendo “cómoda” por lo que percibes alrededor y tienes la necesidad de desahogarte, de compartir lo que te oprime el pecho, así que empiezas a hablar de tu peque, y al final ya de cualquier cosa. Entonces empiezas a preocuparte por las demás niñas y niños y cuidas de las mujeres que, como antes tú, un día entran por primera vez, doloridas y con la mirada asustada, muy perdidas.
Todo esto se tejía con sumo respeto. He visto llegar a madres que han pasado por todas las fases en apenas media hora y otras que se han quedado en el primer nivel de hola y adiós durante días. Y no pasaba nada. Allí se estaba para cuando alguna lo necesitaba, pero sin obligación. Si una que hablaba por los codos llegaba un día y se sentaba y no decía ni mú, nadie insistía. La sensibilidad especial de aquel sitio no necesita palabras, aunque siempre sean bien recibidas. Hasta ese silencio era complicidad.
Una de las cosas que más me chocó fue el día que llegué y me encontré a una mujer con su bebé dentro del lactario. Para mí fue como si me hubiera equivocado de puerta y acabado en otra sala. Pero al mirar alrededor estaban las mismas caras y tetas de siempre, así que fui a lavarme diciendo un escueto “hola”. Para cuando salí de la cortina del lavabo, ya me había enterado de que estábamos de fiesta. Por qué todo era alegría y alboroto: una madre que había pasado allí mucho tiempo había venido al hospital a una revisión y había llevado a su niña a que las enfermeras y otras madres la vieran. Lo sana y lo requetebien que estaba. Bueno, y guapa también, pero no se le da tanta importancia como en otros espacios. Cuando se fue, casi se podía tocar la esperanza y el anhelo que había dejado en todas nosotras de ser pronto la que estuviéramos de visita, con nuestro peque en brazos y si tenías pareja masculina, se quedaría fuera esperando en la sala de espera. Y soñando con esos instantes casi ni dolía quedarte allí a ver cuántos mililitros conseguías en la siguiente media hora.
Hasta las enfermeras son impecables con las madres. Nos trataban con cariño y aunque no me gustaba que me redujeran a “la mamá de ….”, reconozco que de cierta manera me consolaba en el día a día. Había un verdadero aprecio animándonos si algún día estabas más baja de moral porque salía menos leche. O en la alegría porque a otra le habían dado el alta. También preguntaban preocupadas por todos los bebés y te aseguraban que tú serías pronto la que te irías de allí.
Porque por mucho que nos consolaban, por muy unidas que nos sentíamos, por mucho que nos apreciáramos, todas estábamos deseando salir de allí y no volver. Seguir forjando nuestra amistad de otra manera, como hacemos ahora, mandándonos fotos de cada peque en su casa, con sus hermanas y/o hermanos mayores. Babeas con lo que han crecido, porque son un poco tuyas, un poco tuyos también. Porque has vivido día a día su evolución, y la de su madre, y la de una familia entera. Y ¡joder! que sí quieres a esas y esos supervivientes, casi como al tuyo, les deseas lo mejor con la misma intensidad. Porque por desgracia no sólo hubo finales felices. Convivir con esa realidad hace que después valores más el tuyo.
Y la cabeza sigue dando vueltas.
Cuando estaba allí todos los días me dedicaba a analizarlo todo con “prisma feminista”. Buscaba fundamentos teóricos, palabras para definir lo que había a mí alrededor: sororidad, lugar de empoderamiento colectivo, libertad en los relatos por la ausencia de hombres, formación específica de las enfermeras en lactancia, algún comentario machista cuando decíamos que nos íbamos al lactario o cuando volvíamos de él, espacio seguro, los cuidados en el centro y cosas así.
Imaginaba un futuro artículo de La Poderío. Pensaba que esa teoría era en lo que iba a basar el texto que iba a escribir. Porque a excepción de la salud de mi hijo, es a lo que más vueltas le he dado durante los dos meses de hospitalización del nene. Incluso comenté a mis compañeras que quería ir en esa línea. Pero soy incapaz, me ha sido imposible. Solo he podido desahogarme y plasmar sensaciones.
Creo que ese analizar continuo y diario era mi forma de tener cierto control sobre algo, así permanecía un poco más distante con las sensaciones que me rondaba y ahogaban, las mías, por no ser capaz de asimilar que no dependía de mí el bienestar de mi hijo. Ha sido escribiendo cuando me he reconciliado de verdad con todo lo que compartí y viví en aquel sitio. Bueno, ahora ha sido de forma más definitiva y liberadora. La primera vez fue cuando le dieron por fin el alta. La segunda, cómo no, cuando llevé después de una revisión a mi niño a que lo vieran las enfermeras y madres del lactario. Sano como una pera.
Gracias, familia.
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