El feminismo andaluz tiene más que lejía para curar cualquier pandemia. No hace falta que nos enseñen a cuidar, lo que nos hace falta es que se valore el afecto, el amor y la sororidad. Abrazarnos y besarnos después de la pandemia será un acto revolucionario.
Seguro que recordarán aquel anuncio de la mujer con pelo azul del futuro que venía a traernos la lejía y que tan viral se ha hecho estos días, a pesar de sus añitos ya. Siempre en la limpieza: la mujer y la lejía, y un hombre explicando con su voz en off cómo usar ese producto. No hacía falta una mujer del futuro impecable, espectacular y con ropa elástica que nos contara cuál era el mejor detergente para dejar la ropa blanca. Ese olor fuerte a lejía, pero a la vez satisfactorio, porque oiga, si no huele a lejía es que “no está limpio, ni desinfectado”, es al que más han olido nuestras casas. Ni a pan, ni a magdalenas, ni rosas silvestres del campo, nuestras casas olían a lejía, o en su defecto a amoniaco.
Manolita Jiménez tiene 90 años. Es natural de Aguilar de la Frontera, en Córdoba, pero vive desde que tenía 25 en las Tres Mil, Sevilla. Está apunto de cumplir 91 y todos los días después de bañarse y desayunar, limpia su casa con lejía. “La casa se va encoger de tanto agoifar. Si es que me escurro de lo limpio que está”, chilla por el teléfono. A Manolita nadie le ha aplaudido ni antes, ni ahora a las 8 de la tarde por dejar la casa brillosa, desinfectar los cacharros o dejar las ropas más blancas que una pared.
En Andalucía, las pensiones no contributivas superan por poco las 96.000. Aproximadamente, el 65% son mujeres y al mes reciben la escalofriante cifra de 388 euros, “duro arriba, durillo abajo». ¿Se puede pagar la luz, el agua, la residencia, la comida, y el regalillo de los nieto pa´que se convíen con menos de 400€? Seguro que no, pero este es otro tema. La cuestión es que son muchas mujeres andaluzas las que se han pasado la vida con la bayeta metía en lejía y las rodillas clavadas en el suelo para 66.000 de las antiguas pesetas, sin aplausos y sin un gracias.
Sin embargo, lo realmente curioso son los aplausos y elogios desde el balcón a los camiones de la UME (Unidad Militar de Emergencias) que recorren echando lejía por la calle, la misma que la mujer del futuro y la señora del pasado y presente. ¿Qué tiene de especial la lejía militar? ¿no salpica? ¿no te mancha y destiñe? ¿o es que para que la gente no se cabree tenemos que hacer patria con los 8 mil millones de euros que le cuesta cada año al Ministerio de Defensa entrenar, comprar y vender armas que hoy no nos sirven para nada porque lo que hoy nos sirve es lo que ya tenemos debajo del fregadero? Ese dinero es el que Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda con el Partido Popular aprobó en los presupuestos generales de 2018 y todavía hay que comérselos con papas porque no hay manera de aprobar otros, por cierto, a sanidad se le destinó la mitad, 4.251 millones de euros.
Los mensajes bélicos en el discurso de Pedro Sánchez, presidente del gobierno de España, son constantes. Con un chupito cada vez que dice “guerra” y “posguerra” pasaríamos la cuarentena con una buena cogorza (entiéndase como algo metafórico y no como la intención de incitar al alcohol). Si Manolita tuviera delante al jefe del ejecutivo, tiene claro que le diría más de cuatro cosas: “Esto no es una guerra. Ni mucho menos. Eso no lo sabe nada más quien lo ha padecido. En la guerra civil pasamos miedo, mucho, cada vez que escuchábamos las bombas de los aviones. Y pasamos mucha hambre sin ná que llevarnos a la boca, pero nos teníamos a todos juntos. Teníamos besos y abrazos”.
La sanidad es competencia de cada una de las comunidades autónomas. Desde 2008, con la crisis económica y, por qué no decirlo, también de valores, la sanidad se llevó una buena tajá como no podía ser de otra manera. Hoy día, en Andalucía las listas de espera supera las 890 mil personas y de media son 159 días, frente a los 115 del resto de España. En los presupuestos de 2020 de la Junta de Andalucía, la cuantía asciende a los 10 mil millones de euros, los más grandes de la historia, pero las plantillas siguen siendo escasas y precarizadas: en enfermería hay 4.300 profesionales menos que en 2008, es decir, 18 pacientes por trabajadora o trabajador, cuando lo recomendable es de 6 a 8; y en medicina, 305 profesionales por cada cien mil habitantes, una de las ratios más bajas de Europa.
El número de profesionales de la sanidad en España es alto, pero está mal repartido. Somos el segundo país con más universidades de Medicina, según la Organización Médica Colegial (OMC). Al acabar los estudios, las andaluzas también han tenido que migrar para tener una plaza de trabajo en un centro de salud, preferiblemente público, que no era el de su calle de al lado, sino una de Despeñaperros para arriba.
Menos heroínas y más referentes
Pero, ¿qué son realmente los cuidados? Generalmente, se entiende por lo que se percibe como algo afectivo, y por tanto, como algo femenino, lo que ya puede generar algo de rechazo, ya que se le atribuye a las mujeres que se ven obligadas por ese sentimiento que genera desigualdad y se hace de forma gratuita y que debe estar “en el centro de la vida”, como dice la activista Yayo Herrero. Lo primero es una realidad, lo segundo es la connotación política.
Habría que entender los cuidados como el derecho de toda persona a ser cuidada y como el derecho a un trabajo digno de la persona que cuida. Por supuesto, entender que los cuidados no son solamente las tareas domésticas, van más allá. O quizás hay que darle una vuelta a este término y a lo que entendemos por cuidados. Al feminismo andaluz, a las feministas en general, no hace falta que nos enseñen a cuidar, lo que nos hace falta es que se valore ese afecto que nos carga con unas tareas determinadas.
Ya lo decía Teresa Rodríguez en La Poderío: “Nuestro papel es poner en valor esos trabajos porque al final lo que se entiende es que una trabajadora en un hospital tiene infinitamente menos importancia que una cirujana o un cirujano y eso no es cierto, porque en un hospital en un quirófano que está sucio no se puede operar”. Hoy, se habla de heroínas y de héroes sin capa, pero ni tienen superpoderes, ni vienen como la mujer del futuro del más allá, son seres terrenales que están a tu vera y que conviven desde siempre con la pandemia del clasismo.
Son mujeres andaluzas las que se han levantado hartas de la explotación y de la precarización en una labor de cuidados invisibilizada y que no se quiere ver. En Andalucía, las reivindicaciones pasa desde Las Kellys, que quitan la mierda en los hoteles para que el sector del turismo venda a buen precio y pague poco; las del 061, el primer aliento en una urgencia donde está en riesgo la vida; las trabajadoras de ayuda a domicilio, que acompañan a las personas dependientes que necesitan un lavado, un paseo y una compañía; las educadoras de infantil que alimentan a las hijas e hijos para que se pueda conciliar; las intérpretes de lenguaje de signos, las limpiadoras de la universidad, las trabajadoras de cuidados y de hogar, y un largo conjunto de una brecha que nos atraviesa a todas.
Los actos heroicos no pasan por una capa, ni por una bata. De hecho, la heroicidad no debería de existir porque es muestra de que el mal está, la vulneración de derechos fundamentales existe, la desigualdad agrava, el clasismo separa y el machismo mata. De ahí, ese dicho de “queremos ser libres, no valientes” y que migrar se reconozca como un acto humano y no un hecho forzoso para tener una oportunidad de vivir. Hasta abrazarnos va a ser “heroíco” después de esto, porque nos están diciendo que palparnos no está bien, cuando el amor es el chute que más y mejor cura: “haz el amor y no la guerra”, ¿no?.
El amor a una misma y por su familia, por su tierra en el ansias de volver, por la sana y educada costumbre de dar los buenos días y las buenas tardes, por sus actos cotidianos que forman parte de cada una de las mujeres que integran la cadena global de cuidados. En el feminismo andaluz hay mucho amor y lo vemos en los patios de vecinas que hacen la olla más grande para llevarle un platico a la familia de al lado, que lo que recoge de su huerta lo reparte, la compañía con la butaca en el rebate para compartir las tardes-noches de verano, borrar los libros de un curso a otro para la prima o reciclar la ropa de una generación pa´otra, y más cosas. Eso no es pobreza, eso son cuidados: es amor. Las andaluzas también salieron y salen de sus casas para buscar lo que aquí se niega, porque como dice Pastora Filigrana, “Andalucía se concibe desde el exterior como periferia a pesar de estar geográficamente en Europa”, de ahí el expolio de la economía, de sus recursos naturales y hasta de su cultura enraizada.
Ya se encarga la televisión de recordar que “las andaluzas son las que salieron del pueblo sin saber leer ni escribir, vestidas de negro y recatadas, para fregar escaleras”, que es además, un trabajo muy digno. Pero estos estereotipos crean prejuicios que todavía se pegan como una lapa. ¿Qué está mal de salir de tu pueblo para limpiar? Ha tenido que venir la Organización Mundial de la Salud para decirnos que eso es lo que hay que hacer, limpiar. A pulcritud no nos gana ni pirri y lo que se cuenta es que lo que gusta es la siesta y la fiesta. Pues claro que nos gusta, lo dicen Mar Gallego y Soledad Castillero la mar de bien: “la siesta es resistencia”.
El feminismo andaluz nos salvará de las pandemias. Lo que reclama, lo comparte con otros feminismos, como es rechazar una economía salvaje y que sea más localizada, justa y equitativa fuera de un sistema capitalista que se sostiene bajo la desigualdad entre la epistemología norte-sur. Las tierras hay que trabajarlas, pero no quienes las explotan con el sudor de las migradas, sino con la regularización justa y sin fronteras racistas. Un consumo sostenible, ecológico y respetuoso con el medio ambiente, así como a los animales. Memorizar, respetar y compartir la cultura del boca a boca. La necesidad de una educación pública y universal en la práctica, sin brechas digitales, igual que en la sanidad. Con las plazas llenas de niñas y niños y no con pantallas para poder conciliar. Que en Andalucía, no haya más casas sin gente, que gente sin casas. Y abrazos, muchos achuchones y muchos abrazos.
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