La serie inglesa sigue la experiencia de una pareja de clase media que decide, entre aciertos y desconciertos, buscar una alternativa a su relación monógama convencional.
Estamos en la habitación de Joy (Toni Colette) y Alan (Steven Mackintosh), una pareja que está a punto de intimar. Se quitan la ropa, aunque de forma bastante mecánica, se sonríen, de forma quizás un poco forzada. La escena va intercalándose con otra, en la que se ve a Joy en el momento de tener un accidente en bici. De hecho entre las cosas que ella tiene que quitarse hay unas muñequeras y una muleta, lo que hace que todo sea todavía más ortopédico.
Pero allí están en la cama, en posición estática y convencional, se miran a los ojos, se esfuerzan y sin embargo la cosa no parece funcionar. Joy intenta recurrir al humor para superar la incomodidad física y personal que parece sentir, pero no hay manera. Entonces, Alan la pone contra la pared (metafóricamente hablando): las secuelas del accidente solo son excusas, el problema de verdad es que ella ya no quiere seguir teniendo sexo con él. Frente a la incapacidad de ella de articular palabra lo dejan. Al menos por esa noche.
Wanderlust es un sustantivo inglés que indica “un fuerte anhelo para deambular” y este parece ser el sentimiento que al día siguiente empuja a Joy a proponer a su marido empezar un vagabundeo sentimental; en otras palabras, a empezar una relación abierta. La serie, de 6 episodios, es una coproducción entre BBC One y Netflix, está dirigida por dos jóvenes director@s Lucy Tcherniak (The End of the F***ing World) y Luke Snellin (My Mad Fat Diary) que han aportado su toque hipster en todo lo que tiene que ver con la estética. La banda sonora indie también viene muy al caso para estos momentos de desconcierto tan modernos. El guión es la adaptación de una pieza teatral con el mismo nombre de Nick Payne, aunque el pasaje de los 90 minutos de la obra teatral a las 6 horas de la serie, no parece haber convencido a la crítica. En varias plataformas de ratings la serie ha obtenido puntuaciones que rara vez superan el 7/10 de apreciación y todo parece apuntar, no tanto al puritanismo en el Reino Unido, como al ritmo de la serie. Tratándose de una serie que habla de intimidad, los tiempos largos, los silencios y las pausas en realidad no sobran. Aún así no ha tenido el éxito esperado.
Pareja: Romper en caso de emergencia
Joy y Alan son una pareja blanca, inglesa, heterosexual y de clase media: él es un profesor de instituto y ella una psicóloga, tienen una casa propia y las necesidades cubiertas. Suponemos que han cumplido con los mandatos sociales de casarse, procrear (tienen tres hijxs) y pagar impuestos, de forma más o menos feliz hasta pasados los cuarenta. Es entonces cuando parecen enfrentarse a una clásica crisis de pareja de mediana edad, que se ha rendido a la costumbre y a la confianza que conllevan los años de relación. Las dos hijas y el hijo ya son lo suficientemente adultos para empezar también a “vagabundear” en búsqueda de primeras, nuevas o diferentes relaciones afectivas y sexuales, dejando a sus progenitores todo el tiempo para inquietarse por la propia.
La serie no nos sorprende con su planteamiento. Hace tiempo que la pareja monógama heterosexual ha sido puesta en discusión: ya no es la apuesta segura para conseguir la felicidad y sabemos que, a menudo, puede llegar a transformarse en todo lo contrario. La fidelidad, la exclusividad, el “para toda la vida” han dejado de ser los elementos constitutivos de las relaciones, por lo menos en algunos sectores de la sociedad.
¿Qué hacer si la pareja convencional se nos queda pequeña? Varias series han intentado dar una respuesta: en The affair la solución es la clásica infidelidad que da pie a cinco temporadas de efectos colaterales que rozan el culebrón. En State of the Union se recurre a la terapia: una pareja intenta salvar su matrimonio entre reproches y acusaciones, en una serie de conversaciones que tienen lugar antes de entrar a su sesión semanal con una terapeuta. Finalmente, en Forever el deseo de salir de una rutina fuertemente consolidada llevará sus protagonistas a vivir una situación bastante surrealista en la que se chocarán con el sinsentido de una eterna vida en pareja.
Otra cosa que tienen en común las series citadas es que la persona que toma la iniciativa hacia el cambio en la pareja siempre es “ella”, dejando al hombre un papel de irresponsable, ignorante o confuso. Eso pasa porque quizás, como nos dice la escritora Brigitte Vassallo, “la monogamia no exige a todo el mundo por igual. El mayor peso de las restricciones y la exclusividad ha recaído históricamente sobre la identidad femenina”. Y por eso muchas mujeres se atreven a desafiar el mandato monógamo y patriarcal y a experimentar alternativas más adecuadas a sus necesidades, aunque eso signifique en la mayoría de los casos gastar energía mental por dos.
Wanderlust ofrece otra respuesta a la apatía marital: abrir la pareja y transformarla, quizás, en parejas. Vale, de acuerdo, pero ¿y ahora qué? nos preguntamos mirando la pantalla con una mezcla de excitación y vértigo porque algunas de nosotras fantaseamos con eso, otras ya lo practican y en ambos casos hay expectativas. Lo que pasa entre Joy y Alan es una sucesión de momentos de diversión, ternura, decepción, torpeza e incomodidad que involucran a la vencida, compañeras y compañeros de trabajo, amantes y hasta personas del aquagym. Algo así como la vida misma, pero quizás un poco más acelerada y contada, eso sí, con mucha honestidad y algo de humor.
En un artículo dedicado a la representación del poliamor en la serie de ficción escrito por el colectivo Golfos con principios, se dice que “el poliamor se ha convertido en un cambio de mentalidad, como lo fue el divorcio” y que, por tanto, las series que lo representan se han dado cuenta del interés cada vez más fuerte que el tema suscita en la gente. Hablando en concreto de Wanderlust nos dicen que la cosa más interesante es que los protagonistas “van tomando decisiones muy habituales y erróneas. Poniendo límites que no se prevé cómo van a ser […] produce mucha ternura la serie por lo humanamente que lo retrata”.
Una revolución sexual en soledad
Tony Colette interpreta de forma excelente a Joy, una mujer valiente e inconformista que anhela ir más allá de una vida en que ha cumplido con su papel de esposa y madre. Verla en la pantalla nos confirma que cada vez más las mujeres que superan los 40 pueden encontrar papeles a su altura, que hablen de ellas y de lo que les pasa.
Sin embargo hay algo que falta en el periplo de Joy: mirándola más de cerca percibimos de pronto cierta soledad. Como a menudo pasa en las ficciones, nuestra heroína no tiene amigas, exceptuando a la vecina, obsesionada con la repostería internacional y que al establecer contacto con ella empezará también a “deambular” como si eso se contagiara. La cosa es que Joy no tiene a nadie a quien contarle sus inquietudes sin dinero de por medio, porque la única con la que se confía es su elegante e impenetrable terapeuta. Los tentativos de compartir su experiencia con sus hijxs y, no es broma, con la comunidad escolar, acaban siendo bastante embarazosos.
¿Y si Joy hubiera llegado a saber que no era la única en el mundo en sentir esta sensación de molestia hacia la monogamia? ¿Y si le hubiera caído en las manos el libro de Dossie Easton y Janet Hardy Ética promiscua o el último de Brigitte Vasallo, Pensamiento monógamo, terror poliamoroso? Y, sobre todo, ¿si hubiera tenido amigas? Podemos imaginar que su experiencia habría sido diferente, porque se habría sentido más arropada y acompañada en su camino. Al final de la primera temporada sentimos que Joy (inglés por alegría) no hace justicia a su nombre y que más bien lo que nos suscita es un poco de pena. A la espera de una segunda, que desgraciadamente no está todavía confirmada, deseamos que Joy encuentre su colectivo feminista para vivir con real alegría sus elecciones vitales y de paso derribar el patriarcado.
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