“Me habéis emocionado. Habéis hecho que salga mi parte femenina”. Joan Coscubiela
“Por habernos enseñado la muerte y su significado: fascismo nunca más”. Habeas Corpus
Abran paso y disculpen: yo sí tengo ganas de salir ahí fuera. O mejor dicho, quiero quedarme con mis compañeras a la intemperie porque nunca hemos tenido consciencia de estar del todo dentro. Incluso las veces que nos han entrado ganas de salir corriendo hacia atrás, que no han sido pocas, dicho sea de paso. El hastío, la humillación, la sensación de derrota continuada, la impotencia y la soledad que hemos sentido con frecuencia y que ayer vino a encontrarse con muchas de nosotras de la mano de los resultados electorales, han intentado frenarnos en numerosas ocasiones.
Pero, ay, esta vez nos ha cogido preparadas. Más preparadas de lo que pensamos que estamos. Y siento una rabia desde ayer noche que casi no me tengo en pie y que me empuja a no rezagarme.
Tener miedo es tan legítimo como no tenerlo y no siempre se nos dan las condiciones materiales para poder tener arrojo en las diferentes luchas desde las que nos enunciamos. El miedo habita en las pequeñas gestas cotidianas, como contestar a un jefe racista o declinar la oferta de quedarte a echar horas extras, incluso las pagadas. La situación se complica cuando tienes gente a la que cuidar. Eso sí que es una odisea. Ese terrorismo de andar por casa nunca es protagonista ni acapara portadas; sale poco en prensa porque no vende. Ese terror es el que nos paraliza porque no deja margen de reacción y nos anula para trabajar colectivamente.
No sentir miedo no es un privilegio, pero estar enfadada y poder demostrarlo sí que puede ser una suerte. La directora australiana Jennifer Kent lo refleja magistralmente en “The Nightingale”, una historia sobre la devastación de la colonización donde la protagonista libera su rabia cuando ya no tiene nada que perder. Una cascada de violencias, una tras otra y tras otra, un relato donde la amistad y el apoyo mutuo entre oprimidas se vuelve motor de los acontecimientos (no os la perdáis si estáis dispuestas a añadir más sufrimiento a vuestro día a día).
Por eso tenemos la responsabilidad, que no la carga, de seguir imaginando otras formas de confrontar lo que se nos viene encima sin que la realidad nos noquee. Porque ya hemos aprendido que cuando trabajamos juntas el motor de la creatividad se dispara y es más fácil imaginar otros lugares deseables y alcanzables.
Y con todo el cuidado que queremos y deseamos poner en el centro, y las ganas de seguir avanzando, reivindiquemos la legitimidad de la ira y la rabia, dos elementos cargados de capital político pero de las que se habla tímidamente dentro de los feminismos, precisamente por querer construir política y formas de relacionarnos sin reproducir patrones masculinizados, rehuyendo de la violencia. ¿No tenemos derecho a sentirla? ¿A materializarla? ¿Cómo evitar la furia cuando alguien te dice que los violadores son mayormente extranjeros, como si lo verdaderamente importante fuera que en la polla tuvieran colgando una bandera? ¿Cómo combatir el cipotudismo ilustrado? ¿Se puede responder al fascismo con alegría? ¿Cómo hacer frente a los clichés sobre las gitanas cuando se disfrazan de bromas desagradables? ¿Qué respuesta dar ante los chistes sobre lo graciosas que somos, el salero que tenemos, lo poco que trabajamos? ¿Necesitamos ser correctas frente a la infantilización que sufrimos?
Reivindiquemos la rabia bien dirigida y reclamemos también como nuestras las ganas de salirnos furiosamente de los esquemas pensados para que nos comportemos delicadamente y sin interrumpir, pidiendo paso a cada metro. No estoy dispuesta a pedirle permiso a ningún fascista que defienda a un Guardia Civil que tira a matar en el Tarajal, al que justifique los disparos de pelotas de foam contra la población civil catalana, a los que dicen sin pudor que los chavales de Altsasu lo tienen merecido. Me estalla la cabeza de pensar que tengo que ser paciente, correcta y aplicar mis escasas dotes pedagógicas a un machirulo que sienta estima por la Legión o que hable de denuncias falsas.
Perdona, pero no. O sin perdón, qué coño.
Nuestra energía debe encontrar otros cauces que erosionar. La prensa pachuli ha hecho un encomiable trabajo por azucarar a la derecha en hora punta, y si bien no es la única responsable del ascenso provocador que ha tenido Abascal y su tropa, ha permitido que llegue a nuestras casas cuando estábamos rebañando el yogur en familia. Rabia es lo que me nace también cuando mi vecino me cuenta en el ascensor que tiene miedo a la “ola de ocupaciones” de pisos. Él, que no llega a fin de mes y vive de alquiler a durísimas penas.
Mucho se habla del debate y muy poco del tratamiento informativo que ha recibido la derecha rancia y xenófoba que vamos a tragarnos si no se repiten elecciones en marzo. Esa es la grieta donde picar y dirigir la fuerza: tenemos que seguir construyendo otros medios donde no se banalicen discursos racistas y misóginos, donde no se frivolice un proyecto de convivencia que se nutra del supremacismo, creando nuestra propia agenda sin ir a remolque de otros, como indica la antropóloga sevillana Susana Moreno.
Denunciemos las formas de contar maniqueas y cínicas de otros medios mientras no perdemos de vista nuestra responsabilidad, nacida también desde la rabia, de seguir contando la realidad justamente desde donde se produce porque ahí residen los matices. Y hagamos que lleguen a los braseros, al movimiento vecinal, a las oficinas, a las peluquerías, al bar y a la radio comunitaria de nuestra ciudad.
Imaginar otro mundo posible pasa por imaginar otros medios. Sigamos trabajando en ello, que la rabia también sea el motor.
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