Este texto está en la sección La Corrala, el patio de vecinas de La Poderío donde cada una charlotea, cascarrilla y pone colorá lo que sea mientras le da el fresquito o el sol en la cara. Más agustito que te quedas, oú. Eso sí, La Poderío no se hace responsable de lo que opinan las autoras y autores, solo apoya la participación de las lectoras como espacio de libre expresión. Puedes enviar tus artículos a ole@lapoderio.com. Otra cosa, antes de hacernos las propuestas pedimos que leas nuestro ideario.
Julia Amigo.
Mis ojos se dan la vuelta, hasta ponerse blancos como la clara del huevo frito, cada vez que leo o escucho cosas sobre la enorme diferencia existente entre los países nórdicos y los mediterráneos. Me pasa también con el norte de España y Andalucía. Como andaluza siempre me ha molestado que me viniesen con ese tipo de comparaciones. Un poco (bastante) de historia, otro poco de economía, una pizca de cultura y tradición y otro de familia y ritmos vitales, determinados probablemente por la geografía y la climatología… estos son algunos de los ingredientes que influyen las condiciones de vida en cada lugar del planeta. Este conjunto de factores pueden ayudar a explicar las diferencias socioculturales entre regiones, pero incluso así, con sus razones, me rechina mucho este tipo de contraposiciones.
Vivo en Islandia desde hace más de un año. Es un país nórdico que, dentro de su situación geográfica, a veces sorprende con calideces y cercanías inesperadas. También cumple con el estereotipo. Aquí es difícil implicarse en relaciones amistosas con locales, la vida de puertas para afuera es relativamente reducida, la gente lee mucho…
En Andalucía pasamos muchas horas en la calle, dormimos la siesta (a veces, algunes), y hablamos de un modo distinto al de la gente de, por ejemplo, Madrid. Y creo que poseemos una especie de alegría resiliente, que se convierte en resistencia frente a las dificultades que enfrentamos en la vida. Aquí esa alegría no existe. Y se la echa de menos.
He leído esta mañana desayunando un artículo donde se analizaba el por qué los españoles se emancipan con 29 años, cuando los noruegos lo hacen con 19. Entre otras razones, se habla de dinero. Los jóvenes noruegos reciben dinero mensualmente si deciden dejar su casa para estudiar en la universidad. Los españoles, debido a la absoluta precariedad, lo tienen más difícil.
En el artículo, también se menciona que la familia es una estructura con mucha influencia dentro de la vida social española. Estoy de acuerdo, sin embargo me parece esencialista y reduccionista retomar siempre este argumento cuando queremos explicar esta realidad, la de la emancipación tardía. La familia es un espacio de seguridad y calidez, pero solamente a veces.
No me valen los argumentos económicos y familiares como principales motivos que expliquen la emancipación. Quiero pensar que también se debe a la ambición. A que quizás en Andalucía lo que nos mueve no sea el dinero. De tanto faltarnos la guita, nos adaptamos a vivir sin ella, consiguiendo de este modo una alegría vital desvinculada del dinero.
Aquí, en Islandia, hablo más de dinero que en ningún otro momento o lugar en mi vida. He vivido en Italia, la situación allí es similar a la española. En Islandia, la gente tiene dinero. Cualquier trabajo te va a aportar lo necesario para vivir cómodamente. No me confundáis, eso está genial y debería ser la base de toda sociedad donde prime el bienestar.
Pero también siento que cuando vivía en Granada, con muchísimo menos dinero, también tenía otras tantas cosas que no tengo aquí. Las montañas, la posibilidad de realizar actividades al aire libre casi cada día, la buena comida, los olores, la cercanía con la gente de mi barrio o pueblo… Y ojo, no quiero caer aquí en una dulcificación de estos placeres. Si las condiciones socioeconómicas son malas, a duras penas podremos disfrutar de todas estas maravillas.
Pero ahí se encuentra justamente el centro de la cuestión: en los grises. No pensemos solamente en el dinero, cayendo en una lógica capitalista que deja poco lugar a la creatividad comunitaria y las redes de apoyo y afecto. Tampoco analicemos a la familia como un ente sagrado, lleno de amor y compresión, porque la realidad es que existen miles de familias podridas por dentro, con casos de abuso, maltrato y dinámicas tóxicas. No pongamos todo el peso de las explicaciones en lo monetario o en lo familiar, ampliemos el foco. Pensemos en la historia, en las resistencias, en las reinvenciones, en los días de sol, en la ventisca, en la comunidad, en la actividad asociativa…
Si logramos abrir un poco la mira del análisis quizás descubramos profundidades insospechadas. Como la tristeza que puede acarrear una vida nórdica, aún con sueldos magníficos. Como la alegría de vivir con tu familia, con tu abuela, con tus primos, hasta los 29 años. Sin caer en reduccionismos ni en generalizaciones. Mirando con más cuidado los factores sociales y económicos pero también los individuales. ¿Qué familia tienes, a qué trabajo aspiras, dónde quieres centrar tus alegrías, con quién deseas compartirlas?
Los jóvenes no somos un grupo compacto y homogéneo. Las vidas no pueden ser analizadas en términos cuantitativos todo el rato. Hay que introducir elementos cualitativos en la ecuación. De lo contrario, siempre parecerá que en los países nórdicos se vive mucho mejor que en los mediterráneos porque la cuestión económica está resuelta. Lo monetario puede estar resuelto a nivel social e institucional, pero está claro que se han perdido cosas por el camino. Quizás, estos países sean el ejemplo perfecto para ilustrar esto: que el dinero no basta. Que para crear sociedades satisfechas, seguras y con capacidad para la alegría, se tienen que dedicar los mismos esfuerzos a mejorar el salario mínimo que a promover la educación creativa, la apreciación de la naturaleza, el cuidado de les otres, la vida en comunidad, el disfrute de la sexualidad, el retorno a lo colectivo y el poder del afecto y la empatía como motores del cambio.
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