“El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión el de las masas. Mientras nosotras amábamos, los hombres gobernaban”. La frase no es mía. Es de la feminista Kate Millet, a la que perdimos el año pasado. Sin embargo, he pensado mucho sobre esta frase desde la primera vez que la leí y me produjo un rechazo visceral, que me salía de muy adentro sin saber muy bien el porqué. Creo que con el tiempo lo he comprendido.
Esta frase de Millet asume, a mi modo de ver, la división patriarcal entre lo público y lo privado como algo insuperable y desprestigia enormemente el trabajo de cuidados. El problema no es que nosotras amemos, el problema es que el amor conlleva un trabajo invisible que bajo la lógica patriarcal nos esclaviza. El problema no es que amemos, el problema es que el capitalismo ha añadido violencias extras como la imposición de convertirnos en unas superwomen que ni somos ni podemos ser para sacar adelante la explotación de casa y la laboral. El problema no es que amemos, el problema es que el amor en el sistema heteropatriarcal nos cuesta la vida porque, por mucho que se empeñen los titulares de prensa en decir que morimos como por arte de birlibirloque, ¡nos están matando! El problema no es que amemos, es que este sistema ni siquiera nos deja amar porque los cuidados no forman parte del centro de la vida, como si fueran una cosa menor cuando las que cuidamos sabemos perfectamente que no lo es. Y es a este último pensamiento al que dedico más energía últimamente.
Juan, mi peque, cumplió 16 semanas el pasado sábado. El sistema considera que ya me puedo reintegrar a pleno rendimiento al capitalismo, que ya he superado el parto y que ya puedo externalizar el cuidado sin problema.
Juan, mi peque, cumplió 16 semanas el pasado sábado. El sistema considera que ya me puedo reintegrar a pleno rendimiento al capitalismo, que ya he superado el parto y que ya puedo externalizar el cuidado sin problema (muy probablemente explotando a su vez a otra mujer). El sistema considera que mi hijo ya está preparado para separarse de mí, aunque le cueste no llorar cuando lo dejo en el salón y voy al baño; que el sacaleches y el biberón ya pueden suplir el calor y el amor de su mamá cuando le da la teta o, peor aún, que para estas ocasiones precisamente se inventó la leche de fórmula. Poco importa que él y yo seamos felices o que ambos estemos encantados con la lactancia materna exclusiva a demanda. Porque eso sí, la culpa siempre es de las mujeres que nunca llegamos a ser suficientemente buenas en nada, según nos hacen creer. La Organización Mundial de la Salud nos dice que tenemos que darle el pecho a nuestros peques de manera exclusiva hasta los 6 meses para crezcan sanos, fuertes, listos y hasta guapos (¿quién no quiere eso para sus hijos?), el sistema nos dice que a las 16 semanas ya podemos y debemos trabajar; pero las consecuencias de esa esquizofrenia, las violencias de esa esquizofrenia, las sufrimos nosotras: nosotras que tenemos que madrugar más de lo normal para sacarnos la leche después de toda una noche sin dormir; nosotras que tenemos que estar 8 horas en el trabajo con subidas de leche, sacandonosla a escondidas como si fuera algo malo, guardandola en un congelador o tirándola; nosotras que vemos como cada vez tenemos menos leche, estamos más cansadas y nuestro bebé más hambriento hasta que nos rendimos y abandonamos la lactancia y entonces nos sentimos terriblemente culpables. Pero, queridas hermanas, la culpa, os prometo que no es nuestra.
Cuando Carolina del Olmo habla de los expertos en cuidado infantil en ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista, un libro clave para repensarnos como sociedad que da la espalda a los cuidados, comenta el caso de los higienistas en el mundo post-revolución industrial y dice: “Aunque pusieron solución a algunos problemas estructurales de las ciudades, la labor de los higienistas consistió en buena medida en reducir los grandes conflictos sociales de la época a problemas individuales. Los nuevos expertos tendían a subrayar las negligencias personales -reales o inventadas- y a infravalorar la dimensión estructural de las dificultades a las que se enfrentaban. Para los higienistas la causa principal de la mortalidad infantil siempre parecía ser la ignorancia de los adultos a cargo de los niños, y especialmente de las madres. El enfoque científico de la crianza se mostraba ciego al hecho incontrovertible de que para las madres trabajadoras era materialmente imposible criar bien a sus hijos en las condiciones sociales en las que se encontraban. Así surgió lo que se ha convertido en la pauta común de la literatura de consejos sobre crianza: la culpabilización de las madres”. Y en esas seguimos.
Pero, ¿qué ocurriría si empezásemos a romper esa dicotomía público/privado?, ¿si asumiésemos la crianza como algo no de la esfera privada exclusivamente, sino de la pública?, ¿si sacáramos a la maternidad, a la madres, a las hijas e hijos, del armario de lo doméstico? Si una mujer pudiese interactuar en la esfera pública en igualdad de condiciones que sus compañeros hombres mientras materna tendríamos menos madres arrepentidas, más niños y niñas felices, y unos adultos más sanos.
Conciliar no es tener un sitio en el que soltar a nuestras y nuestros peques mientras somos funcionales al sistema. Conciliar es tener permisos de maternidad y paternidad decentes y no la burla que tenemos actualmente.
Conciliar no es tener un sitio en el que soltar a nuestras y nuestros peques mientras somos funcionales al sistema. Conciliar es concebir una estructura de trabajo distinta, con unos horarios compatibles con la vida, con unos centros de trabajo que permitan a madres y peques estar juntos (ya hay iniciativas interesantes en este sentido, sin irnos lejos de nuestra tierra, en Sevilla existe un espacio de trabajo compartido llamado coCREAnza, donde madres y padres pueden desarrollarse profesionalmente junto a sus peques). Conciliar es tener permisos de maternidad y paternidad decentes y no la burla que tenemos actualmente.
Pedir una excedencia, dejar el trabajo, externalizar el cuidado, abusar de las abuelas y abuelos hasta la extenuación o hacer auténticos malabares para sacar a nuestros hijos e hijas adelante son soluciones individuales a problemas sociales. La batalla por la maternidad debe ser, por tanto, un asunto de máxima prioridad en la agenda feminista. Queremos decidir sobre nuestros cuerpos, sobre si ser madres o no; pero también tomar el control de nuestros procesos biológicos, poder ser madres cuando lo deseemos y no cuando le venga bien al sistema para explotarnos primero y sacarnos después los cuartos en tratamientos de fertilidad y demás industria que vive de nuestra falta real y efectiva de derechos, decidir sobre nuestra maternidad, sacarnos la teta donde le haga falta a nuestras y nuestros bebés y no tener que elegir entre quedarnos recluidas en lo privado o seguir perteneciendo a lo público. Porque gobernar no es necesariamente mejor que amar, porque queremos seguir amando, pero queremos que deje de costarnos la vida.
Simplemente suscribo cada una de las palabras. Como mujer y como madre, en excedencia por imposibilidad de compatibilizar vida y trabajo, es una vergüenza como está estructurado todo. Tenemos que luchar y además unirnos en la lucha, ya que precisamente se nos ha enseñado a luchar entre madres para que perdamos fuerza