Este texto está en la sección La Corrala, el patio de vecinas de La Poderío donde cada una charlotea, cascarrilla y pone colorá lo que sea mientras le da el fresquito o el sol en la cara. Más agustito que te quedas, oú. Eso sí, La Poderío no tiene nada que ver con lo que se pone aquí, solo apoya la participación de las lectoras. Puedes enviar tus artículos a ole@lapoderio.com. Otra cosa, antes de hacernos las propuestas pedimos que leas nuestro ideario.
Por Soledad Castillero.
Antropóloga Social e Investigadora de la Universidad de Granada.
El imaginario que se despierta al hablar de Andalucía ha ido cambiando con el paso de los años, con una cuestión de base común: el folclorismo. Entiéndase la idea de folclore cuando son relativizados unos modos de ser y estar en contexto con el territorio que se habita, de los cuales se rescatan características parciales para la creación de un producto a exportar. Es fácil entender esta idea si hacemos un ejercicio de reflexión que nos ayude a visualizar la serie de estereotipos que han venido a definir a Andalucía desde lo foráneo, desde el discurso creado a base de forjar una visión de comunidad andaluza homogénea. Si nos detenemos en base a las cualidades que definen a Andalucía fuera de sus “fronteras”: buen vivir, buen comer, flamenco y sol, es fácil ver cómo Andalucía se ha ido convirtiendo a pasos agigantados en un territorio a consumir, pero con un consumo adaptado a las necesidades de una globalización que deja fuera las singularidades reales y contextuales.
Dentro de la cualidad del buen vivir, hay dos aristas: por un lado, la que se ofrece al exterior y, por otro lado, la que se proyecta desde este mismo exterior. En este sentido las costumbres relacionadas con el buen vivir: trabajo, descanso y ocio han sido y son mal vistas, creando la fama universal de “vagueza andaluza”. Esto encierra una lógica perversa de reduccionismo y de comparación con el mito de la Modernidad, donde a Andalucía se la sitúa al margen. Así, se han ido suprimiendo los ritmos, los quehaceres y sentires de una vivencia cotidiana para poder entrar a toda costa dentro de este paradigma moderno. Tanto es así que usos y costumbres que históricamente venían siendo practicados como rutina, son penalizados y reemplazados por otras prácticas que, teniendo la misma finalidad, son socialmente aceptadas e incluso insertadas como necesarias.
Dentro de la cualidad del buen vivir, hay dos aristas: por un lado, la que se ofrece al exterior y, por otro lado, la que se proyecta desde este mismo exterior. En este sentido las costumbres relacionadas con el buen vivir: trabajo, descanso y ocio han sido y son mal vistas, creando la fama universal de “vagueza andaluza”
Aquí ubicaríamos la cuestión de la siesta como el yoga andaluz. La siesta es un periodo de descanso que varía en tiempo y forma, dependiendo en muchos casos del día de la semana y de la disponibilidad laboral/horaria con la que se cuente. Se trata de una pausa para el descanso en el que el objetivo es la relajación del cuerpo. La musculatura y la mente quedan suspendidas para dejar de pensar por un pequeño periodo de tiempo. Forma parte también de todo un entramado en los ritmos de vida de la comunidad andaluza. El horario de trabajo en Andalucía ha tenido un principio y un fin, es decir, se ha dejado un tiempo para la vida y el descanso. Las jornadas ilimitadas con pausa de 30 minutos para el almuerzo son algo muy reciente para una sociedad a la que le imponen nuevos ritmos de forma transversal. Si hacemos una comparación con la finalidad del yoga, la distancia no es muy extensa. El yoga es una práctica donde la musculatura se ejercita con la intención de la desconexión para propiciar una relajación que ayude a detener el movimiento y la energía durante un periodo de tiempo. Esto hace que el cuerpo marque un antes y un después. De ahí el principal beneficio, la ejercitación, pausa y descanso del cuerpo y la mente.
Sin embargo, sin tener nada en contra del yoga, son dos actividades que teniendo una finalidad muy similar son vistas como prismas distintos. La siesta, a lo que estoy considerando como “el yoga andaluz”, se practica en el ámbito doméstico, es gratuita y se puede autogestionar en cuanto al tiempo, uso y disfrute de la misma. Esto que podría parecer tan obvio, engendra una de las mayores dificultades de comprensión y es que todo lo que tiene que ver con lo comunal, con la cuestión principal de salvaguardar los cuidados y el descanso se entiende como perteneciente a lo pasado, a lo tradicional, a lo que de alguna manera me atrevería a decir “rancio”. Sin embargo, una actividad como el yoga por la que hay que pagar un precio, se practica en una sala fuera del hogar habilitada para ello, se requiere de unos conocimientos y una dependencia de profesionales, se ha insertado en el día a día como algo cuasi-obligatorio. Esto hace que dos prácticas de relajación no tengan la misma consideración, en tanto que la siesta es vista como el culmen de esa idea de “vagueza andaluza”.
Para las mujeres andaluzas, cabezas de familia responsables hasta el día de hoy del ámbito de los cuidados, la siesta ha sido sin duda una sanación en su ritmo diario, de ahí que la frase “la siesta es sagrá” cobre el sentido real de sacralidad. Son espacios de tiempo en el que el descanso puede ser más o menos equitativo, aún cuando todas sabemos que las madres eran las últimas en descansar y las primeras en incorporarse.
Para las mujeres andaluzas, cabezas de familia responsables hasta el día de hoy del ámbito de los cuidados, la siesta ha sido sin duda una sanación en su ritmo diario, de ahí que la frase “la siesta es sagrá” cobre el sentido real de sacralidad.
Con todo, la finalidad no es hacer una crítica a un ejercicio sino una comparativa que refleje la marginalidad con la que han sido consideradas prácticas beneficiosas para el funcionamiento de una sociedad que se rige por unas características que no tienen un valor equitativo dentro y fuera de su contexto, porque no se le permite.
La siesta es una necesidad en una población que históricamente ha enfrentado unas temperaturas adversas tanto en verano como en invierno, donde la vida dentro de los hogares viene estando en el centro y donde el derecho al descanso y al cese de la productividad están (aunque cada vez de forma menos frecuente) normalizados, aceptados y, por tanto, se ejercen sin vergüenza. Esta reflexión es aplicable a otros ámbitos donde, prácticas con las que la sociedad se identifica, se van desplazando cuasi obligatoriamente y sustituidas por otras que están fuera del ámbito privado. Lo moderno y lo rancio están cargados de simbología fruto, entre otras cuestiones, de un capitalismo abigarrado instaurado con el plan de terminar con todo aquello que no se pueda rentabilizar.
De ahí que hoy día lo revolucionario sea la reivindicación de unas prácticas con unas cualidades definidas a partir de un territorio. Aquello que se entiende como universal, hay que repensar en qué casos se acepta y en cuales se nos queda no grande, sino innecesario.
Andalucía se merece la continuidad de su solera y descanso.
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