Lo que aprendí de mi parto no deseado
Lo que aprendí de mi parto no deseado

Antonia Ceballos Cuadrado

19 septiembre 2018

Que el parto nunca es como lo imaginamos es parte de la magia de la maternidad. Lo imprevisible de la vida recordándonos que es inútil hacer planes, que vivir en el futuro no tiene sentido y que lo que hay que hacer es saborear cada instante del presente que es lo único cierto que tenemos. Mi parto no iba a ser una excepción.

Todo empezó a torcerse en la semana 32. Me citaron para la ecografía el día de mi santo y una, que no cree en las casualidades, creyó que era una buena señal. Primer fallo. Todos los días son igual de buenos para las malas noticias. Aquel 13 de junio todo estaba bien excepto una cosa importantísima para mí: Juan estaba en posición podálica que, para que todo el mundo lo entienda, significa que mi bebé tenía el culo donde debería estar su cabeza. ¡Aún no había llegado al mundo y ya iba de culo! Entré en shock, no lo comprendía, si yo había hecho todo lo que decían que había que hacer para que se pusiera en buena posición de salida: una hora diaria, como mínimo, de paseo y pilates dos veces a la semana. ¡No me podía estar pasando eso a mí! Pero no pensaba rendirme: ¡yo quería mi parto vaginal, sin epidural, respetado, y todas esas cosas modernas que vienen a ser parir “como toda la vida de Dios”! “¿Qué puedo hacer?”, le pregunté a la tocóloga. “Andar a cuatro patas todos los días 10 minutos y rezar”, me dijo. Lo del rezo no me pareció muy científico, pero aún así lo probé también y fue mucho más sencillo que andar a cuatro patas. Ese mismo día, después de comer, me puse a andar por la casa cual perrito, acabé vomitando y malísima, como era de esperar. Aprendí que lo de las cuatro patas era mejor con el estómago vacío. Así que cada mañana durante un mes lo primero que hice al levantarme fue ponerme a cuatro patas, recorrer la casa e intentar convencer a Juan de que un parto vaginal natural era lo mejor para los dos. Y así, callo de tamaño considerable en las rodillas y las muñecas a punto del esguince, llegué a la semana 36. Para aquel entonces estaba tan cansada de andar como si mis ancestros nunca hubieran bajado del árbol que estaba dispuesta hasta a aceptar la dichosa cesárea programada. Bueno, en verdad, para ser sinceras, soy demasiado cabezona y me quedaban dos ases en la manga: la moxibustión (una técnica china, lo que saben estos chinos, que combina el calor producido al quemar la planta Artemisa con la acupuntura y que, dicen, funciona para que el bebé se dé la vuelta) y el intento de darle la vuelta de manera manual que te practican en el hospital en la semana 37. Pero… al tumbarme en la camilla y explorarme, la tocóloga dijo la palabra mágica: “cefálica” que, para que todo el mundo lo entienda, significa que mi bebé tenía la cabeza donde debe estar la cabeza. Después de un mes de pesadillas, recuperaba la esperanza: ¡iba a tener mi parto vaginal! Tocaba recuperar el tiempo perdido: ponerme al día con los masajes perineales, retomar el pilates con más empeño y andar con mejor ánimo. Me sentía todopoderosa, capaz de conjurar con todas las madres de todas las épocas para tener el parto vaginal más maravilloso de la historia; nada ni nadie, ni siquiera la violencia obstétrica tan comúnmente practicada, podía pararme. Y así siguió transcurriendo el tiempo, a su ritmo, ajeno a cualquier organización humana, imprevisible e incontrolable, como la vida que se abría paso en mis entrañas.

El verano empezó fresquito. Mi madre me decía: “si así eran los veranos cuando yo era chica”; y yo tenía tal subidón de optimismo que hasta confiaba en que podíamos parar el cambio climático y dejar a mis descendientes un planeta limpio y lleno de biodiversidad (luego veía en el telediario que en Noruega hacía más de 30 grados o que Inglaterra se estaba secando y se me pasaba, maldito telediario). Mi parto se acercaba, yo lo sentía y hasta aposté que Juan iba a nacer con la luna roja, qué día más poético para nacer que aquel; pero Juan no vino con la luna roja ni tampoco a la semana siguiente. ¿Cuándo llegaría este niño? Sentía que algo estaba haciendo mal, ese sentimiento de culpa del que no podemos desprendernos aunque racionalmente sepamos que no es culpa de nadie y mucho menos nuestra; que me tocaba ya inaugurar otra etapa; me sentía impaciente, agotada, frustrada, … Había acabado ya todas las lecturas que tenía empezadas: la Arqueología de lo Jondo, de Antonio Manuel, que es pura poesía y un viaje identitario de lo andaluz imprescindible; aquella maravilla Microfísica sexista del poder, de Nerea Barjola, que tanto me hizo repensarme y cuestionar mis vivencias y la de las mujeres que fueron adolescentes cuando yo; el Stop Gordofobia; la biblia de la maternidad de Carlos González (imprescindible, pese a sus machistadas que te atragantan la lectura a ratos) y todo lo que me quedaba por leer del embarazo. Había redactado con sumo mimo mi plan de parto, la lista de deseos para mi parto vaginal natural deseado y el inicio de la lactancia ideal que iba a crear un vínculo madre-hijo más grande que el nudo godiarno y, a diferencia de aquel, irrompible. Había limpiado toda la casa, lavado toda la ropa del bebé, montado la cuna, el carrito, etc. ¿Qué más podía hacer? Antes de volverme loca decidí actuar y busqué una lectura que fuera para largo, recurrí a la parte de clásicos, sin leer por supuesto, de la biblioteca y escogí La Regenta con una gran dosis de escepticismo. Amor a primera letra. Al menos habíamos avanzado algo, aún así, sobre todo por las noches cuando se esfumaba otro día sin que se hubiese producido el esperado milagro, la espera se hacía a ratos insoportable.

¡Fin del modo zen! Entré en pánico de nuevo: que yo quiero un parto vaginal ¡natural!, con su inicio espontáneo, mi yoga para aguantar las contracciones, con su piel con piel, su inicio precoz de la lactancia y todos sus avíos. Si lo he escrito en el plan de parto y todo para que no falte un perejil.

Llegó el 4 de agosto. Oficialmente estaba fuera de cuentas. Mi histeria, esa que nacía de mi útero multiplicado hasta lo imposible con un ser de más de 3 kilos dentro, me hizo levantarme en mitad de la noche más sofocante de la gran ola de calor y confundir el flujo vaginal del final del embarazo con el líquido amniótico -algo que no solo me había pasado a mí, sino que era bastante común, según me dijo la matrona que me atendió-. En este falso parto mío lo primero que pensé fue: “con que es así cómo va a ser”, mi alma curiosa se anteponía a cualquier otra cosa. Esa tranquilidad de observadora me gustó mucho y me reconfortó con las sensaciones negativas de la última época. A continuación pensé: “pero empezamos mal si rompemos la bolsa sin contracciones”, lo verbalicé en voz alta, pero sin hacer drama, si era así como tenía que ser, estaba preparada. Cogimos nuestras cosas y nos fuimos al hospital: falsa alarma. Con la misma serenidad, volvimos a casa y fuimos a andar para seguir esperando. Al lunes siguiente fui a la eco de las 40 semanas. Todo estaba bien, pero como Juan se hacía el remolón mi embarazo pasaba a ser de riesgo, me verían en una semana para decidir si me provocaban o no el parto. ¡Fin del modo zen! Entré en pánico de nuevo: que yo quiero un parto vaginal ¡natural!, con su inicio espontáneo, mi yoga para aguantar las contracciones, con su piel con piel, su inicio precoz de la lactancia y todos sus avíos. Si lo he escrito en el plan de parto y todo para que no falte un perejil. Pasado el susto inicial, a esperar de nuevo y a mi Regenta. Lo más desesperante: todo el mundo preguntando si me había puesto ya de parto. Vamos a ver: si yo ya he advertido de que no voy a avisar a nadie hasta que no haya parido, a qué viene tanta preguntita que solo me pone más nerviosa. Entonces aprovechaba para practicar la respiración. ¿Y si todo se torcía al final? ¿Y si no podía parir? ¿Y si…?

Empecé a sentir por las noches algo que no tenía claro si eran contracciones o no. Me había imaginado que con las contracciones te dolía toda la barriga y yo lo que sentía eran punzadas en el pubis. Pregunté a otras madres: “¿las contracciones se sienten arriba o abajo?”, “abajo”. Anotado. Así llegó el viernes 10 de agosto y esos dolores se fueron haciendo más recurrentes. ¿Estaré ya de parto? Después de tanta espera todo aquello me parecía bastante irreal, así que me fui a la cama, dormí bastante bien y por la mañana ¡los dolores seguían! Ay, madrecita de mi alma, que llega una semana tarde, pero llega. Desayuné en previsión de lo que iba a ser un día muy largo en el que no podría comer en muchas horas. A mediodía, después de que mi pareja almorzara, cogimos nuestros bártulos y otra vez al hospital. Eran las dos y media en agosto en Sevilla, pero yo había dicho que iba a ir andando al hospital y fui andando. De nuevo me inundó esa sensación de tranquilidad y de poderío de mi falso parto. Todo marchaba según lo previsto y yo estaba lista para parir como las mujeres de mi pueblo que parían en mitad del tajo en la temporada de las aceitunas. Yo estaba lista, pero a Juan todo aquello no le estaba gustando un pelo.

Eran las dos y media en agosto en Sevilla, pero yo había dicho que iba a ir andando al hospital y fui andando. De nuevo me inundó esa sensación de tranquilidad y de poderío de mi falso parto. Todo marchaba según lo previsto y yo estaba lista para parir como las mujeres de mi pueblo que parían en mitad del tajo en la temporada de las aceitunas.

En los monitores aguanté las contracciones como pude. Echaba de menos mi pelota de yoga, pero pensaba que iba a ser algo corto. Con cada contracción, la máquina emitía un sonido extraño, pero me convencí a mí misma de que era normal. Todo iba a ir bien. Mientras tanto seguía las andanzas de Ana Ozores para distraerme.

Entregué mi fantástico plan de parto a la matrona pensando que no le iba a echar ninguna cuenta, pero la verdad es que lo leyó concienzudamente, pese a que las perseidas nos pusieron a todas las  parturientas de acuerdo para alumbrar vida ese día. La matrona llegó con malas noticias, pero yo aún no era capaz de medir cómo eran de malas: “hay cosas del plan de parto que no van a poder ser”, me dijo, “por ejemplo, te tengo que colocar la vía porque me tengo que asegurar de que el bebé y tú estáis bien”. Intenté protestar, como había leído que había que hacerlo para conseguir el parto que deseas, fue en vano, así que claudiqué. Pasamos a una sala en la que me hizo uno de esos temidos tactos vaginales: “dos centímetros, te queda mucho aún; pero el registro no me gusta, vas a salir y le dices a tu marido lo que pasa, te vuelvo a monitorizar y ya decidimos si te ingresamos o no”. En ese momento yo seguía convencida de que todo iba a ir bien y de que mi parto vaginal sin epidural iba a ser mágico y muy especial, así que salí con cero alarma a la sala de espera y le conté a mi pareja cómo había ido todo. Volví a entrar, me volvieron a colocar el aparato del horror y a cada contracción aquello emitía un sonido cada vez más alarmante: era el corazón de mi hijo y ahí empecé a ser consciente de que el parto no iba a ir todo lo bien que yo confiaba. Cuando la matrona vio los resultados me volvió a meter en su consulta, me dio una bata y empezamos a rellenar papeles y a leer punto por punto mi plan de parto mientras me decía que si había complicaciones no iba a poder satisfacer mis deseos. Yo, muy madura y muy consciente, le dije que yo había hecho el plan de parto para un parto normal, pero siendo consciente de que dependía de muchas cosas y lo primero era la estabilidad del bebé. La mujer respiró aliviada. Me preguntó el nombre del niño, yo se lo dije y le gustó que hubiéramos decidido que el primer apellido de la criatura fuese el mío. Me ingresaron en la habitación de dilatación y me volvieron a enchufar al monitor mientras yo le hacía ojitos a la bola de yoga colgada de la pared. Las contracciones cada vez dolían más y esa posición era la menos adecuada para sobrellevarlas y el ruido del monitor que reflejaba el estado del corazón de mi hijo era cada vez más angustioso. Supe que todo iba peor de lo que yo pensaba cuando nada más ingresar en dilatación vino la ginecóloga a romperme la bolsa. “¿De qué color he manchado?”, le pregunté a mi pareja. “Rojo”, me dijo, y en ese mismo instante supe que me iban a hacer cesárea. Efectivamente, al poco vino la ginecóloga a decirme que me tenían que hacer cesárea de urgencia porque el niño no estaba bien. Acepté sin rechistar, después de todo lo que había leído sabía que si quería abrazar al peque no nos quedaba otra y en ese momento empezó mi verdadero aprendizaje.

Cuando Juan logró llorar para decirme “ey, mami, que lo hemos conseguido, estoy vivo” no pude contener las lágrimas yo tampoco; pero el suyo era un llanto de vida, el mío era una mezcla de angustia, alivio, fracaso y esperanza. 

Había leído un libro sobre yoga para un parto natural y había decidido concentrarme durante el parto en la disciplina y en la aceptación del proceso tal y como viniese. Cuando, antes de que me lo confirmaran los médicos, supe que iba a ser una cesárea reaccioné de manera totalmente opuesta a cuando me dijeron que el niño estaba en posición podálica: respiré, recordé mi decisión y decidí aceptar la cesárea como lo mejor para el bebé en esas circunstancias. La verdad es que el personal del hospital Macarena (un hospital público, claro está) me lo puso muy fácil: me será difícil olvidar la sonrisa y la tranquilidad del anestesista que consiguió contagiarmela o la dulzura con la que la matrona que estaba en el quirófano me acariciaba y me hablaba mientras me ponían la intradural.  Si tuviera que evocar algo de aquel quirófano sería la luz, esa luz artificial y aséptica, pero con olor a fragilidad y a muerte. Allí, atada de brazos, consciente y dormida de mitad para abajo empezaron a operarme. Con mi placenta anterior les costó bastante sacar al bebé y yo mientras, absolutamente inmóvil, escuchando todo y sin posibilidad de hacer nada. “Hemos salvado una vida”, sentenció la ginecóloga una vez lograron ¡al fin! sacar al peque. Era una sensación muy extraña, sentía presión, pero no dolor. Y mientras me recomponían, Juan que no respiraba y venga a meterle tubos y máscaras. Esos minutos de observadora fueron los peores de mi vida, no sé cuánto duraron, pero se me hicieron interminables. Las ganas de vomitar iban a más y pensaba que no era capaz de aguantar todo aquello. Cuando Juan logró llorar para decirme “ey, mami, que lo hemos conseguido, estoy vivo” no pude contener las lágrimas yo tampoco; pero el suyo era un llanto de vida, el mío era una mezcla de angustia, alivio, fracaso y esperanza. Y, después de todo aquello llegaba la hora de la separación, eso es lo realmente jodido de una cesárea: que te arranquen de un plumazo la vida que los médicos acaban de nacerte y te manden a una sala de despertar, temblándote todo el cuerpo de frío, de rabia, de desolación y de deseo. Pero antes pude verlo brevemente, mi bebé bonito tan frágil, carita contra carita; mientras que las ganas de vomitar se hacían insoportables y tuve que pedirles, con el corazón roto, que me lo quitaran para no añadir nuevos traumas a su sufrimiento. ¡Cuántas veces en aquellos primeros días lloraría al recordar el desamparo de mi niño y todo el sufrimiento con el que llegaba a este mundo tan loco y tan inhóspito!

Que él también me había echado de menos en aquellas dos horas lo supe en cuanto me subieron a la habitación y se enganchó a mi pecho buscando el alimento y el consuelo que había estado esperando tan ansioso como yo. Ese momento fue mágico: sus pequeños ojitos mirándome y mi cuerpo, pese a las heridas visibles e invisibles, siendo capaz de darle lo que necesitaba.

En los días en el hospital, postrada en la cama y absolutamente dependiente hasta para levantarme o coger en brazos a mi bebé, me tocó digerir todo aquello. Afortunadamente, Juan venía dispuesto a lamerme las heridas con la misma fuerza con la que se había agarrado a mi pecho y mi pareja me reveló una dimensión absolutamente desconocida, pero maravillosa: la de ser un padrazo a la vez que la persona con la que deseo compartir este y todos los momentos de mi vida. Sin sus mimos y su manera de estar pendiente de mis necesidades y las del bebé, el puerperio me habría resultado una pesadilla. En esos días en el hospital pensé en la suerte que tenía de que el feminismo hubiera llegado a la vida de ambos y nos hubiese transformado tan profundamente como individuos y como pareja. Sin el feminismo, probablemente, aquellos días hubieran sido un infierno: cada vez que me sentía culpable por ser una madre “incapaz” de levantarse siquiera a cambiar un pañal, recordaba mis lecturas, mis reflexiones, mis charlas con amigas y me recomponía; cada vez que me sentía sola o perdida, me concentraba en ese instante y me permitía sentirme pequeñita; cada vez que pensaba que iba a ser imposible salir adelante, había alguna mujer maravillosa rondándome (de manera presencial o virtual) para darme fuerzas.

Con mi parto no deseado aprendí que la vida tiene sus ritmos y sus leyes y que es inútil empeñarnos en imponerle los nuestros. Con mi parto no deseado aprendí a exigirme menos y a aceptar más con amor y sin resentimiento. Pero, sobre todo, con mi parto no deseado aprendí que solo el feminismo puede salvarnos de volvernos locas en medio de este sistema deshumanizado, que solo el feminismo puede rescatar la maternidad como base de una sociedad de cuidados alejada de la lógica atroz de la producción capitalista, y, por supuesto, que solo el feminismo nos da las herramientas para ser felices. Y vivan todas las madres que nos parieron, sea como fuere.

Antonia Ceballos Cuadrado

Antonia Ceballos Cuadrado

Confieso: odio dormir siesta. La vida es tan corta que me la quiero beber a versos y comer a besos. Así que de pequeña me enfundaba la sábana como si fuera una bata de cola y dedicaba mis siestas a cantar la Encrucijá de la gran Marifé de Triana porque, digan lo que digan, la copla empodera. Estudié periodismo para cambiar el mundo, pero la experiencia profesional me enseñó que antes hay que darle la vuelta como un calcetín al oficio, y en eso andamos. Soy coplera, muy de aquí, pero culo inquieto. Nací en un pueblo de Córdoba que se llama Adamuz y mi historia está unida a los sitios que me han acogido: Sevilla, Londres, Padova, Stará Lubovna, Lebrija, París o Madrid; y a las mujeres poderosas que me he ido encontrando en cada uno de ellos. Ahora veo el mundo desde la esquinita de Cádiz enredada en la comunicación corporativa. Casi ná.

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2 Comentarios

  1. Merak

    Ayer, el día anterior a este relato, fue mi parto, en el mismo hospital, idéntico. Lo podría haber escrito yo. Estoy flipando.
    Enhorabuena por tu peque. Somos fuertes y aprendemos de la vida. Yo estoy enamorada desde ayer

    Responder
  2. Lapari

    Gracias por compartir tu experiencia. Estoy de 40 semanas, hoy. Ayer me dijeron que estoy muy verde, con un bebe de 3.900kg dentro. Tengo mi plan de parto de parto natural como nuestras ancestras…y ayer me derrumbé un poco: maniobra de Hamilton? Parto inducido? Oxitocina artifial?Bebé muy grande? Ya sé que aún es pronto, pero siento que mi cuerpo no va con mis deseos. Voy a ver si me tranquilizo y empiezo a aceptar cualquier opción válida en el que mi hijo nazca bien. Veremos cómo se desencadena todo. Un beso!

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